Los ‘liquidadores’ que limpiaron Chernóbil
600.000 personas arriesgaron su vida para lidiar con las consecuencias de la mayor catástrofe nuclear de la historia. La serie 'Chernobyl' devuelve a la actualidad aquel drama
Aquel lunes, la científica Elena Kozlova llegó a su trabajo ligera. Cuando salió, tenía una losa sobre su espalda y un runrún constante en la cabeza. Nada más dejar el bolso en su mesa, Kozlova y el resto de técnicos del Instituto Tecnológico de Moscú fueron convocados por las altas instancias. Se les comunicó que se había producido un accidente en la central nuclear de Chernóbil. Escuetamente. Y recibieron el encargo del Gobierno de “inventar” un método para deshacerse de los residuos radiactivos. Los funcionarios soviéticos estaban acostumbrados a hacer pocas preguntas. O ninguna. Y se pusieron manos a la obra sin conocer apenas detalles del suceso. Era el 28 de abril de 1986. La noche del 26 había estallado el reactor 4 de la central de Chernóbil emitiendo partículas radiactivas a la atmósfera. Y desencadenó la mayor catástrofe nuclear de la historia.
El reactor 4 ardió durante diez días. Y el humo y la lluvia expandieron aún más la radiactividad. Mes y medio después, cuando el mundo ya tenía la mirada fija en la URSS, la química Kozlova y sus compañeros fueron enviados a la república de Ucrania. A Chernóbil. Fue una de las 600.000 personas movilizadas por las autoridades soviéticas para lidiar con las consecuencias del accidente. “Bomberos, mineros, limpiadores, obreros. Y científicos, como yo”, señala Kozlova. Se les conoció como liquidadores. Hombres y mujeres que trabajaron —algunos desde la misma noche de la tragedia, cuando el fuego aún devoraba la central— para evitar que la catástrofe fuera aún mayor. Muchos lo hicieron sin saber verdaderamente el riesgo que corrían. Algunos murieron como consecuencia de enfermedades relacionadas con la radiación antes de recibir la condecoración de héroes de la patria con la que se pagó parte de sus servicios.
Kozlova, con 42 años en aquel momento, sí sabía a lo que se enfrentaba. Es una mujer menuda y enérgica que observa atentamente con sus pequeños ojos color café. Chernóbil ha marcado su vida. “A principios de mayo la situación estaba algo más clara. Y como científicos entendíamos lo que estaba ocurriendo. Teníamos un plan y una meta: cerrar el reactor implicado para evitar que la radiación se propagara al mundo entero, y limpiar los alrededores. Los ánimos eran muy patrióticos entre nosotros”, cuenta de un tirón en el salón de su casa de Moscú, rodeada de fotos de la época.
A Chernóbil llegó gente de todas partes de la URSS. Militares a los que se prometió un buen destino después, también civiles a los que se ofreció un muy buen salario. Kozlova explica que los turnos se diseñaban en función de la exposición a la radiación. Lo más peligroso era el desescombro del tejado del reactor 4. Sus mil toneladas habían volado por los aires sembrándolo todo de cascotes y polvo. Expandiendo una peligrosa nube de humo denso. Aquellos liquidadores que en primera línea barrieron hacia dentro del reactor —convertido en un enorme cubo de basura nuclear— recibieron dosis altísimas de radiación. Otros construyeron una gigantesca estructura de hormigón y acero para taponar la hemorragia; el conocido sarcófago de Chernóbil.
El equipo de la científica Kozlova llegó a finales de mayo. Trabajaba ocho horas, en tres turnos; incluido uno de noche. No había tiempo que perder. Aquel “invento” encargado para limpiar de escombros radiactivos los alrededores consistía en una especie de pegamento para solidificar los cascotes y el polvo, que debía ser después arrastrado con una especie de cepillo gigante hasta ser enterrado. La científica trabajó como segunda de una brigada de 15 personas. Su tarea, cuenta, era preparar el pegamento. No debía acercarse demasiado a la zona de máximo peligro. Aun así, en 30 días recibió una dosis de radiación de 10 roentgen.
Dormían en un centro habilitado para los liquidadores a 90 kilómetros de la central, en la localidad de Ivankovo. El trayecto hasta Chernóbil estaba completamente desierto. “No había ruidos. Ni niños. Nada”, dice. Se levantaban a las seis de la mañana. A las ocho estaban desescombrando. No volvían hasta que ya hacía largo rato que el sol se había puesto. Y cada noche, al llegar, debían someterse a un análisis de radiación. “Nos cambiábamos de ropa de trabajo todos los días. La usada se enterraba”, remarca. A veces, las prendas que llevaban debajo, corrían la misma suerte. Y la ropa interior. Las máquinas que empleaban también tuvieron que ser, en ocasiones, sepultadas.
Trabajó durante un mes. Sin descanso. Hasta que constataron que el helicóptero que estaban usando para transportar los residuos levantaba polvo radiactivo e incrementaba el peligro. Al llegar a casa recibió el pago por sus servicios: 3.000 rublos de la época. Diez veces su sueldo normal. “Fue impactante”, cuenta. Con parte de ese dinero se compró un aparato de grabación.
Volvió a la central en mayo del año siguiente, cuando se habilitaron dos grandes grúas para ayudar al desescombro. Estuvo otros 100 días limpiando la zona. A la vuelta a Moscú empezó a tener achaques de salud. “Primero más leves, algo de la tensión, problemas de corazón”, comenta. En 1995 recibió la invalidez total permanente. Y se dedicó a escribir libros sobre la catástrofe. Algunos sobre la historia de otros liquidadores. La mayoría ya fallecidos.
Treinta y tres años después, aún existen puntos muy oscuros sobre Chernóbil. No solo sobre las mentiras y la ocultación de las autoridades. También de cuál fue la escala real y humana de la tragedia. Algunos trabajadores murieron inmediatamente después de la explosión. Pero la mayoría de los primeros liquidadores, aquellos que recibieron las primeras llamadas, fallecieron por los altos niveles de radiación semanas después del siniestro.
Ígor Ostretsov también conoció el accidente el mismo lunes que Kozlova. Pero en la otra punta de Moscú, junto a varios colegas del Instituto de Maquinaria Energoatómica, que suministraba equipamiento a la central. El secretismo, pese a que los países nórdicos ya habían alertado de la detección de niveles anormalmente altos de elementos radiactivos en su territorio, era inmenso. Esa noche, junto a su esposa, se sorprendió al escuchar hablar sobre Chernóbil en el noticiero de la televisión: “Se toman medidas para eliminar las consecuencias de la avería. Las víctimas reciben ayuda. Se ha creado una comisión gubernamental”, decía el telegráfico comunicado oficial. Catorce segundos.
Días más tarde, se le notificó que había otra comisión oficial. Y que él era uno de su docena de miembros. Lo ocurrido desde entonces se le amarga en la boca a este hombre enjuto y con grandes bolsas bajo los ojos. “Hubo dos comisiones estatales. Una de ellas estaba en Chernóbil. Y su tarea fue ocultar la verdad sobre lo ocurrido”, dice lapidario Ostresov, de 80 años. “En la otra debíamos investigar la seguridad de la energía atómica”, describe. Su conclusión fue muy clara, asegura el ingeniero: “Alertamos de la peligrosidad de los reactores RBMK [condensador de alta potencia], remarcamos otros sucesos similares antes del de Chernóbil y también insistimos en que, pese a que se había diseñado un protocolo de actuación, no se hizo nada”.
Efectivamente, con el paso de los años se supo que la URSS había encubierto otros accidentes; uno de ellos en 1982, en otro de los reactores de Chernóbil. Y las autoridades soviéticas consideraron que ocultar el accidente protegía su imagen de superpotencia. Nadie quiso admitir el desastre. Tampoco que su programa de defensa civil de reacción en caso de guerra atómica —que debía funcionar también en caso de catástrofe nuclear— había sido un fracaso. En mayo, la URSS informó oficialmente de que el peligro de catástrofe en Chernóbil había desaparecido.
El informe en el que participó Ostresov jamás trascendió. El ingeniero sostiene que el Partido Comunista enterró el documento en un cajón. O que lo quemaron. Directamente. “Ya nos dijeron que estábamos locos por lanzar la alarma abiertamente. Hacernos caso habría supuesto un grave problema de suministro de energía para todo el país”, apunta. Cada día lamenta no haber guardado una copia. Aunque se hubiera enfrentado a durísimos cargos si llegaban a captarla.
La comisión se disolvió. En julio, Ostresov fue enviado a Chernóbil. Otro liquidador. Su trabajo fue examinar si el resto de reactores habían quedado afectados por el accidente. Y liderar el equipo que debía reactivarlos. Todo mientras seguían las labores de desescombro y sellado en el reactor 4. Ostresov pasó en la central de Chernóbil dos años —con periodos de viaje—. En octubre lograron poner en marcha el bloque 1; en noviembre, el 2; en diciembre, el 3. Cuando volvió a casa, a Moscú, insistieron en que aceptara la invalidez por la radiación experimentada. Durante años se negó a aceptarla. Hasta que no le quedó más remedio, cuenta. Ha recibido varias condecoraciones por su trabajo. Las guarda en una caja metálica, junto a sus pases de la central y la cartilla sanitaria que, en letras rojas, indica: radiación.
La recibió cuando la URSS ya se había derrumbado. Tras el siniestro, los médicos se cuidaron mucho de vincular los problemas de sus pacientes —sobre todo de los civiles— a la radiación recibida. Las autoridades trataban de minimizar también así el gravísimo alcance de la catástrofe, según han denunciado más tarde expertos y activistas.
Con el tiempo, rumiando sin parar el accidente, Ostresov ha desarrollado una teoría que implica a Estados Unidos en lo ocurrido. Una idea conspiranoica que culpa al gran enemigo exterior, alimentada en algunos círculos de la URSS —jamás oficialmente—, como casi tras cualquier gran catástrofe. Una trama que resurge tímidamente ahora que Chernobyl, serie de HBO que ha impactado a millones de espectadores en todo el mundo, pone ante el espejo la URSS de los años ochenta. Y aunque es una ficción está basada y documentada en hechos muy reales. Y da buena cuenta del esfuerzo de las autoridades soviéticas para tapar el accidente.
Valeri Vólkov, de 71 años, cree que la hipótesis sobre el papel de EE UU es “simplemente una locura”. Era uno de los ingenieros jefe de Chernóbil en el momento de la catástrofe. Y estuvo después a las órdenes de Ostresov en el equipo de liquidadores que reactivaron la central. Ha reflexionado mucho sobre lo que ocurrió. Sin embargo, solo reconoce que, “como todos los jefes”, firmó los documentos que confirmaban la seguridad de la central.
La noche del siniestro Vólkov no dormía en su casa de Prípiat, a tres kilómetros de la central. Estaba de viaje en Jmelnitskaya, en otra central. Se enteró el sábado. Por su esposa. “Hablamos por teléfono. Ella había acudido al mercado, a solo un kilómetro de la central y había encontrado la zona acordonada. Un amigo le contó sobre el accidente. Yo no me lo podía creer”, comenta Vólkov. Sentado en uno de los sillones del salón de su amigo Ostresov, rodeado de cojines de peluche, se estruja las manos. Al parecer, las personas dentro de la central tuvieron prohibido revelar el accidente. Incluso a sus propios compañeros.
Horas después de esa llamada, se ordenó la evacuación de la ciudad de Prípiat, donde vivían la mayoría de los trabajadores de Chernóbil. El Ejército movilizó 1.200 autobuses para transportar a sus casi 50.000 habitantes. Se les dijo que era solo por tres días. Hoy, Prípiat es, oficialmente, inhabitable. Y tras esta ciudad, que un día fue el sueño del desarrollismo soviético, se procedió a la evacuación de otras localidades en Ucrania y en Bielorrusia. La familia de Vólkov, como tantas otras, jamás volvió a casa. Su esposa murió algunos años después, de cáncer.
El Comité Científico sobre los Efectos de la Radiación Nuclear de la ONU elaboró su primer informe sobre Chernóbil en el año 2000. Reportó entonces 30 muertos. Bomberos, operarios, policías o ingenieros que fallecieron como consecuencia más o menos directa de la explosión. Un lustro después, otro informe de un grupo de expertos de Naciones Unidas, de la Organización Mundial de la Energía Atómica y de la Organización Mundial de la Salud sostuvieron que habían muerto 4.000 personas. Y alertaron de que con mucha probabilidad se producirían otras 5.000 víctimas mortales años después, como consecuencia de enfermedades relacionadas con la radiación; que había llegado hasta muy, muy lejos.
Se apena Kozlova de que solo ahora las nuevas generaciones de jóvenes están conociendo la historia. Y de que lo hagan por una serie de televisión que no es rusa: “La gente hoy se acuerda de nosotros gracias a eso, pero han avergonzado a los cineastas nacionales. Deberían hacer una película o una serie. Y no tardar mucho, porque pronto los que quedamos ya no estaremos”.
Revisión ‘patriótica’ de la historia
No sienta bien examinar el pasado. Tras el estreno de Chernobyl, la serie de HBO que ha tenido enganchado a medio mundo, los medios oficiales rusos comenzaron a criticar la producción estadounidense. "Muro de mentiras. La serie Chernobyl es una excelente arma de propaganda", titulaba el popular semanal Argumenty i Fakty. "Hay que quitarse el sombrero, no es una cosa barata, sino un producto de propaganda de calidad que no solo funciona para el público occidental. La juventud rusa, a juzgar por las redes sociales, también está lista para aceptar Chernobyl", sigue.
Y las teorías de que la industria estadounidense está tratando de ensuciar la imagen de Rusia inundaron los tabloides y las noticias de la televisión estatal. Con todo, y probablemente para contrarrestar la miniserie de la HBO, la televisión estatal rusa NTV emitirá una serie sobre la catástrofe nuclear de 1986. Pero con la tesis de que la CIA pudo estar tras lo ocurrido. La producción se centrará en la presencia de un espía estadounidense en Chernóbil y en un agente de contrainteligencia ruso que debe rastrearlo. Un argumento que ahonda en las teorías de la conspiración, pero que según Alexéi Muradov, su director, "propone una visión alternativa de la tragedia" avalada por "historiadores", dijo al sensacionalista Komsomolskaya Pravda.
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