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TIERRA DE LOCOS
Columna
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El día en que Eva Perón cumplió cien años

Cualquiera que escuche hoy los discursos de Evita seguramente percibirá la pasión, la defensa de los humildes y la intolerancia contra los desobedientes

Ernesto Tenembaum
Museo de Eva Perón en Los Toldos, Argentina.
Museo de Eva Perón en Los Toldos, Argentina.Natacha Pisarenko (AP)

En 1995, el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, escribió Santa Evita, un libro alucinante, en todo el sentido del término. La novela se apoyaba en un hecho real: el periplo que recorrió el cadáver de Eva Perón alrededor del mundo hasta que, finalmente, fue depositado en el cementerio de la Recoleta, junto a los restos de personas con apellidos que ella odiaba, porque pertenecían a la “oligarquía”.

El cadáver de Evita fue embalsamado y exhibido en la sede de la Confederación General del Trabajo hasta que un golpe militar derrocó a su viudo, el general Juan Perón. Luego, la dictadura que surgió de ese golpe decidió secuestrarlo. Era más fácil y normal darle cristiana sepultura, pero los militares temían que la tumba maldita se convirtiera en un atractivo para miles de personas, que ese cadáver enterrado fuera una incitación a la rebelión popular. Tenían miedo que ese cuerpo embalsamado estuviera aún vivo.

Algunos cultos sostienen que las personas mueren de verdad el día que muere la última persona que las recuerda. Si es así, los militares de entonces tenían razón cuando escondieron aquel cadáver. Tendrían razón también ahora, cuando se cumplen cien años del nacimiento de Eva Perón, y Argentina la recuerda con la pasión que ella despertó siempre, apenas disminuida por el paso del tiempo.

Las versiones más antagónicas de esos recuerdos que la mantienen viva se pueden resumir en dos frases muy argentinas. En algunas familias, se repite: “Mi padre recibió su primer juguete de manos de Evita”. En otras: “Tengo el orgullo de decir que mi mamá se negó a ponerse el crespón negro”.

Esto es así porque cuando Evita muere, en 1952, a los 33 años, millones de personas la lloraron como a un hada: ella se había preocupado por los más humildes, había repartido maquinas de tejer y pelotas de fútbol, defendido los derechos de personas que, hasta allí, solo habían sido tenidas en cuenta para ser humilladas.

Al día siguiente de su muerte, el Gobierno dispuso que todos los argentinos debían usar un crespón negro, incluso quienes la detestaban o, simplemente, no pensaban igual que ella. Muchos se resistieron. Algunos perdieron por eso su empleo en el Estado. Esos recuerdos, que se transmiten de padres a hijos, afloran cada vez que Evita renace.

Ninguna persona es buena o es mala así, sencillamente. Pero algunas son ambas cosas con mucha intensidad. Cualquiera que escuche hoy los discursos de Evita seguramente percibirá eso: la pasión, la defensa de los humildes, y la intolerancia contra los desobedientes. “Seremos fanáticas e implacables. No pedimos ni capacidad ni inteligencia. Nadie es dueño de la verdad, salvo Perón. No descansaré hasta que el último ladrillo sea peronista”, decía Evita en sus discursos más combativos.

Con el tiempo, se tejieron todo tipo de relatos sobre ella: que hubiera sido guerrillera en los años setenta, que Perón no hubiera tenido que irse del país de haber vivido ella, que sus ideas fueron las causantes de la interminable crisis argentina, que sin ella el pueblo no tendría dignidad, y así. Sucede con los próceres: cada uno los tironea para su lado.

Alguna gente sostiene que, cuando Néstor Kirchner llegó a la presidencia, su mujer, Cristina Fernández, imitaba los discursos de Evita frente al espejo para sonar parecida y acercarse así al corazón de su pueblo. Es incomprobable. Pero cualquiera que escuche los discursos de ambas podrá percibir la mímesis: esas inflexiones, el tono bien arriba, la repetición de una conjunción cuando la multitud interrumpe, el lugar del enemigo omnipresente en el relato, el enojo y la emoción siempre a flor de piel. Tal vez no sea una imitación sino apenas las huellas de una influencia inconsciente, o un gesto de admiración, o una reverencia.

Lo cierto es que Cristina hizo mucho para que la identificaran con Eva. Presidió marchas de antorchas en aniversarios de su muerte. Colocó su rostro en un gigantesco mural a ambos lados del edificio donde trabajaba Eva, el Ministerio de Acción Social, de manera que todos los argentinos que transiten por la avenida más importante de Buenos Aires —los que la aman y los que la odian— la vieran todo el tiempo. Si uno mira hechos objetivos —el cargo que ocupó, el tiempo que gobernó, por ejemplo— Cristina es la mujer más importante de la historia peronista. Pero Eva es una santa, y no hay cómo competir con eso. La discusión que hay en Argentina respecto de Eva Perón es, si se mira bien, una discusión de trascendencia histórica: ¿a las personas que hacen transformaciones sociales, a los rebeldes, se les debe perdonar, tolerar, comprender, festejar sus gestos autoritarios, las convocatorias a perseguir a quienes se oponen o disienten? ¿Cuánto? Ese debate ya fue saldado en muchas democracias. Por momentos, parece que la Argentina también lo saldó. Pero, de repente, ese dilema reaparece con fuerza.

El cadáver de Evita reposa en el cementerio más aristocrático de Buenos Aires. Pero eso no dice nada porque nadie muere hasta que muere la última persona que lo recuerda, Eva Perón —la perona, para quienes la odiaban— ha vivido ya cien años.

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