Reinventar las democracias o morir
Felizmente en casi toda América Latina los gobernantes hoy son elegidos libremente y no impuestos por golpes de Estado. Y la libertad de expresión —siempre amenazada— tiene una vigencia que no conocimos en la región a lo largo de los convulsionados siglos XIX y XX. Pero son democracias precarias. En la región más desigual del mundo con débil legitimidad en la mayoría de los casos: de acuerdo al Banco Mundial la confianza en las instituciones es la más baja en el mundo.
En ese curso de precariedad han sido parte tanto Gobiernos benefactores-populistas como liberales y neoliberales. De allí emergen lo que se podría llamar "condiciones objetivas" para que los antisistema y caudillistas circunstanciales de todo pelaje pesquen a río revuelto. ¿Se puede salir de este círculo vicioso de precariedad? No sólo se puede sino que se debe.
No hay fórmulas mágicas, pero si algunos criterios sustantivos articuladores. Destacan dos. Primero, que las democracias sean transparentes y creíbles. Segundo, incluyentes y participativas. Tanta belleza puede sonar ilusoria y abstracta pero la clave está en marchar en esa dirección con pasos firmes y concretos. Eso es posible con pasos y acciones concretas como los dos ejemplos que siguen.
Vamos a lo primero: democracias transparentes y creíbles. Varios componentes pueden estar en la agenda, pero el gran elefante en la cristalería es hoy la corrupción, crucial factor desestabilizador de la transparencia y credibilidad del poder público. Y toca no sólo a autoridades en ejercicio sino a candidaturas de elección popular que siguen tan orondas pese a información prolífica sobre sus nexos con el narcotráfico internacional u otras redes de criminalidad.
No basta, sin embargo, con la veeduría cívica, no votando por delincuentes— reales o presuntos— o la movilización ciudadana. Sería una obra sin final si no hay investigación y sanción penal, pero eso no se puede hacer en serio sin un sistema judicial independiente y eficaz, exento de nexos o subordinación al poder político o a poderes fácticos. Cuestión clave, pues, para la reinvención de democracias, hoy gangrenadas por la corrupción, este reto que no es sólo de juristas o abogados. Concierne a todos.
Y lo segundo: democracias incluyentes y participativas. Sin entrar en complejas digresiones de cientistas políticos, en la Carta Democrática Interamericana están ya considerados los variados componentes de la democracia. Que no es sólo representativa sino que incluye "la participación permanente, ética y responsable de la ciudadanía" (art. 2).
Lo añadido en las últimas dos décadas en varios países en reglas sobre iniciativa legislativa, consulta popular o revocatoria de autoridades es interesante pero más formal que sustantivo. El 74% de las consultas populares en la región son iniciativa del poder público (y no de la sociedad) y en el 62% de los casos la postura del Gobierno de turno es la triunfadora.
Tarea de la hora es el diseño y puesta en funcionamiento de sistemas de democracia directa más presentes y fundamentales propugnando una participación en serio de la sociedad en varias esferas. Por ejemplo, con la consulta previa a pueblos y poblaciones indígenas sobre el uso de recursos naturales en sus tierras y territorios.
Es esta una obligación jurídica en casi toda la región (convenio 169 de la OIT), pero en ningún país existe una institucionalidad seria para llevarla a cabo. Esto, pese a que en algunos países las áreas concesionadas para exploración o explotación cubren la mayoría del territorio nacional (Perú o Colombia, por ejemplo). Actuar ya sobre este déficit democrático, construyendo la institucionalidad que urge, es esencial para no ahondar la precariedad de nuestras democracias.
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