Emmanuel Macron, el presidente arquitecto
El jefe de Estado francés retomará el hilo de las reformas tras el momento de comunión nacional propiciado por el incendio de Notre Dame
Emmanuel Macron intentará esta semana retomar el hilo perdido de su presidencia. El incendio el lunes de la catedral de Notre Dame ha propiciado en Francia un momento de comunión nacional, pero también ha dejado en suspenso los planes reformistas del presidente francés. Por unos días el volumen del griterío ha bajado, y se ha instaurado una tregua política. Este es un país que sabe manejar con maestría la liturgia de la celebración y del duelo, se trate de una victoria en el Mundial de fútbol o un atentado terrorista. Notre Dame no ha sido una excepción.
“Mañana la política y sus tumultos ocuparán su espacio, todos lo sabemos, pero este momento todavía no ha llegado”, dijo Macron el martes en un breve discurso solemne a la nación. Veinticuatro horas antes las llamas habían destruido el pináculo de la catedral gótica y buena parte de la cubierta. Notre Dame sobrevivió. Pero la destrucción, que puede tardar años en repararse; el hecho de que todo el mundo siguiese el incendio en tiempo real; y la irradiación global de París aumentaron el impacto. Era una conmoción que iba más allá de París y de Francia; más allá del catolicismo. Era universal.
Macron, desde que llegó al poder hace dos años, ha asumido distintos papeles. El presidente-reformista, el presidente-literato, el presidente-rey. Desde esta semana es el presidente-arquitecto, el reconstructor o restaurador. “Somos [un] pueblo de constructores. Tenemos tanto que reconstruir”, dijo. Y aunque hablaba de Notre Dame, se le entendió bien. También hablaba de este país fracturado entre las grandes ciudades y las provincias, las élites con altos niveles educativos y la clase media empobrecida que constata que el motor de la meritocracia republicana se ha gripado, la Francia blanca y la de las banlieues, el extrarradio con población musulmana de origen norteafricano.
La tradición de los reyes-constructores no es nueva. No hace falta remontarse a los faraones. En Francia François Mitterrand, presidente entre 1981 y 1995, fue el último ejemplar de esta especie. La pirámide del Louvre, la biblioteca Mitterrand o el Arco de la Défense son obras monumentales que por los siglos dejarán testimonio de su tiempo. Macron es más modesto. Sólo quiere restaurar, reparar: una operación técnica. Pero en su boca —la de un hombre que está convencido de que gobernar un país no es sólo “administrar cosas”— suena a algo más. Reparar, para él, significa sanar, como otro referente suyo, los reyes taumaturgos de la Edad Media que curaban a los enfermos por imposición de manos.
Ahora es el momento de bajar a la tierra. La reconstrucción de la aguja de Notre Dame ha abierto la primera polémica. ¿Debe ser igual que la que diseñó el arquitecto Viollet-le-Duc en el siglo XIX? ¿O algo nuevo e innovador, que deje la marca del siglo XXI? La financiación ha abierto otra polémica muy francesa. Los donativos millonarios de los franceses más ricos crean suspicacia en el país del igualitarismo y los chalecos amarillos. Esta crítica viene de sectores de la izquierda. Desde la derecha, se reprocha al presidente que en su discurso no mencionase a los católicos. La vieja discusión sobre las raíces cristianas de Europa sobrevuela el tejado ruinoso de Notre Dame. ¿Era un monumento religioso? ¿O también civil? Son polémicas, de momento, sin demasiado recorrido.
El debate político quedó en el aire el lunes 15 de abril a las 18.50 cuando se detectaron las llamas en Notre Dame. Macron se preparaba para presentar en un discurso sus propuestas después de tres meses de gran debate, un experimento con miles de reuniones de ciudadanos por todo Francia. El gran debate debía servir para canalizar el descontento que estalló en otoño con la revuelta de los chalecos amarillos. El lunes 15 la oposición también estaba preparada para replicar al presidente. Con la perspectiva de las elecciones europeas del 26 de mayo, todo estaba listo para una nueva pelea partidista. El fuego la apagó.
El discurso de Macron, que no llegó a pronunciar contenía una propuesta de impacto, según las filtraciones no confirmadas por el Palacio del Elíseo. El presidente iba a anunciar la supresión de la Escuela Nacional de Administración (ENA). La ENA forma desde el final de la Segunda Guerra Mundial a los altos funcionarios del Estado. De ahí han salido los llamados enarcas, los mandarines que gobiernan y administran Francia. Y varios presidentes, entre ellos Macron. Acusada de elitismo, de formar a sus alumnos bajo un mismo molde, y de ser poco diversa, la ENA es la diana perfecta de la ira contra el establishment: un símbolo del Estado francés contemporáneo, un monumento que se tambalea.
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