El asesinato de un dirigente ambiental muestra la precariedad de la minoría indígena en Costa Rica
Sergio Rojas lideraba en el sur del país a un grupo que defiende la recuperación de tierras de población autóctona, que ronda el 2,5% del país y vive en una situación de desventaja histórica
El silencio usual de Costa Rica sobre su minoría indígena se rompió el lunes con las detonaciones de 15 balazos que acabaron con la vida de un conocido dirigente de la recuperación de tierras en el sur de este país centroamericano, donde la población autóctona es inferior al 2,5%. El cuerpo de Sergio Rojas Ortiz, uno de los representantes de la etnia bribri, quedó tendido en el segundo piso de su casa de madera en un caserío montañoso de Salitre (sur), un territorio de 12.000 hectáreas que la ley costarricense reserva para los pobladores originarios, pero en el que el Estado ha sido incapaz de garantizarles en un ambiente pacífico.
Ya no eran solo peleas a cuchillo, quema de ranchos, amenazas de muerte o disparos al aire para amedrentar. La violencia entre grupos de indígenas de diversas etnias y ocupantes blancos salió de las sombras de una manera extrema con la noticia del asesinato del líder comunitario, pocas horas más tarde de haber ejecutado la recuperación de un terreno dentro de Salitre. Seis días después la policía judicial no ha identificado a sospechosos, pero la suspicacia de colectivos aliados apunta hacia un crimen de carácter político. Fue un “un día trágico”, dijo el presidente Carlos Alvarado antes de que varios organismos internacionales condenaran el asesinato y un buen número de voces críticas cuestionaran el cumplimiento del Estado sobre los protocolos de seguridad que había recomendado en 2015 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a petición del propio Rojas.
Los mensajes de enojo y solidaridad llegan de la Defensoría de los Habitantes, de la Asamblea Legislativa, de grupos civiles ambientalistas y defensores de derechos humanos, de universidades públicas y de organizaciones religiosas. Hicieron vigilias en la capital, San José. La CIDH repudió el asesinato y urgió el viernes al Ejecutivo a extremar las medidas de protección de los pobladores, unos 1.300. La Cancillería ya había enviado la invitación a la Comisión para que enviase una comitiva y verificase las condiciones en el terreno. Alvarado rechaza haber abandonado los procesos de esclarecimiento catastral de las tierras y haber suspendido el protocolo de seguridad acordado con los pobladores de Salitre, aunque a la vez ha ordenado aumentar la presencia policial en la zona.
Días después del crimen, grupos de policías recorrían los caminos polvorientos del pueblo. El jueves, los allegados de Sergio Rojas enterraron el cuerpo con ritos propios y ante la mirada de decenas de periodistas, personas externas y una parte de los pobladores de Salitre, entre ellos Salomón Ortiz, primo del asesinado y adversario suyo en la lucha local de poder. Lo sustituyó desde 2016 como presidente de la Asociación de Desarrollo Integral (ADI) local, única figura de representación de los pueblos indígenas prevista por la ley. “Viene mucha gente de afuera a querer meter carbón [azuzar], pero nosotros tenemos que buscar la manera de resolver nuestras diferencias. Ahora en el pueblo hay tensión y sé que eso es lo que dicen de nosotros”, dice Ortiz por teléfono, a EL PAÍS.
Una población invisibilizada
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para Derecho Humanos ha urgido a las autoridades a tomar acciones inmediatas para castigar a los asesinos de Rojas y garantizar la seguridad de todos los defensores de los indígenas en un país, Costa Rica, de mayoría mestiza: la población autóctona no supera las 140.000 personas sobre un total de cinco millones. Viven en zonas de difícil acceso, en condiciones de salud, pobreza y vivienda peores que el promedio nacional, con el dilema de vivir con sus traiciones o engancharse a la cultura y la economía de los sikuas, como llaman a los no indígenas.
“Es una población pequeña relativamente invisibilizada históricamente por el mito de la Costa Rica blanca, pero se ignora la colonización violenta que ejecutaron los conquistadores españoles. No es que el país estuviera despoblado antes del siglo XV, es que sus pobladores estaban organizados en sociedades cacicales vulnerables que los españoles aprovecharon para avanzar en su conquista. Hubo un exterminio y un proceso de mestizaje muy fuerte”, explica la arqueóloga Ifigenia Quintanilla, estudiosa de más de 5.000 yacimientos.
La escasa organización indígena se ha prolongado por siglos y se suma ahora al tamaño reducido de su población. “Tienen problemas de gobernanza y dejan espacios para que fuerzas no indígenas intervengan en las decisiones que toman dentro de una teórica autonomía que otorga la ley a los ocho pueblos indígenas distribuidos en 24 territorios como Salitre”, explica Allen Cordero, director de la Escuela de Sociología de la Universidad de Costa Rica (UCR) y estudioso de las culturas autóctonas. “Esto ocurre en un país que se cree blanco, muy centralizado y donde los indígenas están instalados en las periferias de las periferias, alejados de toda fuente de poder”, agrega.
El Gobierno tico habló esta semana de los avances logrados en el registro de los territorios en coordinación con los representantes indígenas y del mecanismo de consulta de proyectos que debió elaborar en los últimos cuatro años por mandato de Naciones Unidas. Este mecanismo se iba a utilizar para recoger la opinión de pobladores originarios sobre la construcción de una megaplanta hidroeléctrica llamada Diquís, pero en noviembre el Ejecutivo anunció que desistía por razones puramente de mercado.
El movimiento indígena, aún impactado, ve en la tragedia una oportunidad de visibilización. “Este acto nos ha golpeado, pero a la vez estamos seguros de que la sangre victoriosa de Sergio también nos fortalecerá”, dijo durante el funeral a una emisora universitaria Emmanuel Buitrago, del Frente Nacional de Pueblos Indígenas (Frenapi). Desde el Estado también hay un reconocimiento de culpas y la necesidad de sacar ventaja del momento doloroso para replantearse las formas, admitió Héiner Blanco, asesor gubernamental en poblaciones indígenas a las que él mismo pertenece.
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