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Columna
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El turista siempre tiene la razón (Aquitania, Boyacá)

Durante los años del proceso de paz Colombia casi cuadruplicó el número de visitantes, a pesar de la oposición traicionera del partido de Duque

Ricardo Silva Romero

De tanto en tanto, el presidente Duque reconoce en voz alta lo importantes que han sido para su país los espinosos acuerdos con las FARC. Es un gesto involuntario que hemos llegado a aceptar: un tic de Duque. Recuerda el “sin querer queriendo” que se inventó el triste Chavo del 8 en la televisión de los setenta, pero, por supuesto, por el lado fundamental de los deberes éticos: un “sin tener teniendo”, un “sin deber debiendo” reconocer para qué sirve negociar la paz. Se le escapó el miércoles pasado, en el recinto ferial de Bogotá, en la llamada “vitrina turística” de la Asociación Colombiana de Agencias de Viajes y Turismo: “El 2018 fue el año de mayor tasa de ocupación hotelera en los últimos trece años” –aceptó, rejuvenecido, ante cuarenta delegaciones de compradores internacionales–. El turismo debe ser el nuevo petróleo para Colombia”.

Se le salió también en un encuentro que presidió el sábado pasado en el municipio de Aquitania, en el departamento de Boyacá, justo después de jurarle a ese auditorio que “Colombia no está incitando ni fomentando guerras con Venezuela” con el ímpetu que le hizo falta a la hora de responderle al periodista Bricio Segovia si estaría dispuesto –“sí o no”– a recibir tropas norteamericanas en este país que ya tiene suficiente con sus propias guerras. “Yo quiero que Boyacá sea conocido por esos 4’274.000 visitantes no residentes que tuvo Colombia el año pasado –declaró para terminar su intervención, ensombrerado, como volviendo a ser ese presidente conciliador e impopular que en un principio se la jugó por ir más allá de su uribismo–. El año pasado fue el mejor año del turismo en la historia de nuestro país”.

En efecto, según los cálculos oficiales, durante los años del proceso de paz Colombia pasó de tener 1’700.000 a tener 6’000.000 de turistas. Y fue así a pesar de la oposición traicionera del partido de Duque: en Grecia, en aquella cumbre de junio de 2017 para aliviar los dramas sociales, el expresidente Uribe llegó al extremo de pintarle al mundo un país violento y sin futuro. Así fue: a principios de 2018 era claro que Colombia ya había salido de la lista roja gringa del turismo, y The New York Times llevaba a cabo un recorrido por regiones inexploradas que no hubieran podido visitarse antes de los acuerdos de paz, pero el uribismo, que habría podido reclamar la autoridad de muchos de esos logros, seguía reseñando un peligroso país de narcos a punto de convertirse en una pesadilla castrochavista.

Y no hay que ser un experto en la materia, no hay que conocer a fondo lo difícil que ha sido echar a andar nuestros paisajes y nuestros hoteles, ni lo duro que fue viajar por la abrupta geografía y la accidentada sociedad colombiana desde el principio de los tiempos, para comprender lo infame que es empujar a aquella industria a la tarea de ofrecer planes turísticos para el infierno.

El infierno, sí: el país incierto en el que el presidente sigue dándole vueltas, “sin dudar dudando”, a la ley que pone en marcha la justicia transicional para la paz. El país ambiguo que ha tratado de cercar al violento e inescrupuloso dictador de Venezuela “sin amarrar amarrando” su suerte a los Estados Unidos de Trump. El país derechizado que no solo ha querido tomarse la memoria del conflicto, “sin tratar tratando”, sino de restaurar –desde su controversial Plan de Desarrollo que poco tiene en cuenta los acuerdos– la vieja Colombia centralista con un Ejecutivo todopoderoso. El país negacionista que sigue pidiéndoles a los críticos del Gobierno que mejor se vayan. El país absurdo en el que una poderosa minoría insiste e insiste, para la tranquilidad del turista, en que aquí no hay un conflicto armado sino apenas una amenaza terrorista.

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