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TIERRA DE LOCOS
Columna
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El Papa, entre Dios y el diablo

En Argentina, las organizaciones que representan a las víctimas de abusos en la Iglesia registran más de 100 sacerdotes denunciados. La respuesta fue siempre la misma: amenazas, marginación e indiferencia

Ernesto Tenembaum
El papa Francisco, en el Vaticano.
El papa Francisco, en el Vaticano. G. LAMI (EFE)

La actividad que despliega en estos días el papa Francisco, alrededor de los casos de abusos producidos en la Iglesia católica, no registra antecedentes en los tiempos en que se llamaba Jorge Bergoglio, y lideraba la Iglesia argentina. En esos años, fueron denunciados por abusos sexuales graves el obispo Edgardo Storni, compañero de Bergoglio en la Conferencia Episcopal argentina, también José Luis Grassi, que era el cura más popular del país, y José Illarroz, otro cura que era la mano derecha del arzobispo Estanislao Karlic, quien antecedió a Bergoglio en la conducción de la Iglesia argentina.

Bergoglio nunca tuvo una palabra de apoyo a las víctimas ni de condena hacia los victimarios. En algún caso, además, financió la realización de un libro que defendía a uno de los curas que actualmente está detenido.

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En la Argentina, las organizaciones que representan a las víctimas de abusos en la Iglesia registran más de 100 sacerdotes denunciados. En la mayoría de los casos las historias se repiten. Luego de la violación o el toqueteo, la víctima intentaba denunciar lo que ocurría dentro de la Iglesia. La respuesta fue siempre la misma: amenazas, marginación e indiferencia. Ninguno de los acusados eran investigados por la curia y, mucho menos, denunciado penalmente ante la justicia. Bergoglio no tuvo ninguna denuncia en su contra. Ninguno de los curas que lo rodeaban está acusado de nada. Pero, ¿dónde estaba Su Santidad cuando todo esto ocurría en su círculo? ¿Por qué no se rebelaba contra estas atrocidades?

Jorge Bergoglio es un hombre complejo. Cuando asumió como obispo de la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, apoyó el surgimiento de un conmovedor movimiento de curas que trabajaban en los barrios más pobres de la Argentina. Pero, a la vuelta del camino, repartía una carta donde calificaba al matrimonio igualitario como “un plan del demonio”.

Existió una ardua polémica sobre si Bergoglio había entregado, durante la dictadura, a dos curas muy cercanos a él, irritado porque no obedecían sus reclamos de prudencia. Varios amigos de Bergoglio sostenían que esa acusación no era cierta. Pero dirigentes de derechos humanos aportaron pruebas de su complicidad. Sea como fuere, hubo obispos y sacerdotes que denunciaron las violaciones a los derechos humanos: uno de ellos falleció durante un sospechoso accidente. Bergoglio, claramente, no estaba entre los que alzaban esa voz tan necesaria ni entre los que ofreció cobijo a las víctimas. Era un prudente.

Sin embargo, el ascenso de Bergoglio en la Iglesia argentina fue una novedad: no solamente respaldaba a los curas de los pobres, también recibía a las prostitutas, y calmaba las heridas de los familiares de víctimas de hechos muy dolorosos, como un choque de trenes, o el incendio de una disco.

Bergoglio era el obispo de los pobres y de las prostitutas y de los dolientes. Pero también el que odiaba a homosexuales, abortistas, nunca había alzado la voz frente a la dictadura militar, se oponía a la distribución de preservativos para prevenir el sida e ignoraba, en el mejor de los casos, las denuncias de abusos.

Ese raid habilita a pensar que su decisión de abrir el debate sobre las violaciones de niños en seminarios e iglesias no obedece a una genuina indignación personal. De hecho, entre sus principales colaboradores durante los primeros cinco años de gestión figuró George Pell, el arzobispo de Australia condenado por abusos. Sin embargo, también, y he aquí la riqueza del personaje, el Papa ha tomado medidas ejemplares contra la curia chilena y ha obligado a los obispos a escuchar a las víctimas de tantas décadas de violaciones y encubrimiento de violaciones.

Francisco es el que no decía nada en la Argentina, el que nombraba a su lado a abusadores, el que no recibe a la red de sobrevivientes y el que realiza una propuesta tibia que no incluye la orden de denunciar a todo violador, inmediatamente, ante la justicia. Pero también es el que abre las puertas de la Iglesia para que el tema deje de ser tabú, proclama —extraño que sea necesario hacerlo— que los niños deben ser respetados, y avanza lentamente con sanciones. Y luego, para agregar un nuevo zigzag, el que sostiene que quienes acusan a la Iglesia —o sea, los chicos abusados— “son hermanos y amigos del diablo”.

¿Quién es, entonces? ¿El que protege a los niños? ¿O el que protege a los sacerdotes que los humillaron? O, ¿en qué medida es o ha sido, uno y el otro al mismo tiempo? Tironeado entre Dios y el diablo, el Papa coquetea con ellos a cada paso.

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