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EN ANÁLISIS
Columna
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Estalinismo tardío

Castigar al crítico más implacable de Maduro es hacerse cómplice de sus crímenes

Los presidentes de Uruguay, Tabaré Vázquez, y Venezuela, Nicolás Maduro
Los presidentes de Uruguay, Tabaré Vázquez, y Venezuela, Nicolás Maduro

La transición post-comunista significó un reto para la identidad de la izquierda: cómo desvincularse de la tradición estalinista. El socialismo realmente existente había resultado ser aún peor que aquel sistema burocrático que el Eurocomunismo criticaba desde los años setenta. Con lo cual la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética no fue una completa sorpresa en Roma y en París.

Donde sorprendió fue en América Latina, dada una izquierda con una historia de foquismo y dependencia intelectual con La Habana. Allí, sí, desembarazarse del estalinismo—y del vanguardismo leninista—constituyó un desafío existencial. No había, como en Europa Occidental, un debate instalado acerca de la construcción de una identidad de izquierda en un sistema competitivo democrático. Tampoco existía un acervo cultural socialdemócrata reformista como en Escandinavia, capaz de concebir la equidad social dentro del capitalismo.

Por ello, la experiencia uruguaya del Frente Amplio fue una de las más ricas a este lado del Atlántico. Primero, por el ingreso de una tercera fuerza dentro de un sistema bipartidista centenario, lo cual ocurrió sin trauma, sin siquiera una crisis. Segundo, porque los Tupamaros se dedicaron a la política de los votos, abandonando los métodos violentos. Tercero, porque todo ello se hizo por medio de una amplia alianza electoral de centro-izquierda. De este modo, la tradición demócrata-liberal uruguaya se combinó con los ideales de igualdad del socialismo reformista. De la Suiza de América a ser la Suecia del Río de la Plata, el Frente Amplio ganó la presidencia en tres periodos consecutivos.

Con tanto éxito dentro del pluralismo de una democracia competitiva, llama hoy la atención el regreso a un estalinismo rancio y por definición autoritario. Ocurre que su “Tribunal de Conducta Política”—nótese el concepto—sancionó a varios dirigentes, entre ellos el ex canciller y actual Secretario General de la OEA, Luis Almagro, quien fue expulsado por sus posiciones frente a Venezuela.

Un “tribunal” de este tipo no tiene cabida en un partido democrático, mucho menos en una alianza electoral que es, inevitablemente, heterogénea. El Frente Amplio es precisamente eso, “un frente amplio”, pero sus dirigentes intentan homogeneizarlo como si fuera un Partido Comunista y, para peor, uno de la Guerra Fría.

Una purga estalinista, tardía y periférica, la misma impugna el histórico pluralismo republicano uruguayo, robusto como pocos en el hemisferio. Dicha tradición también es mancillada por el apaciguamiento timorato que practica el gobierno de Uruguay, una posición que en definitiva absuelve a la dictadura venezolana. Ocurre que castigar al crítico más implacable que tiene Maduro en el planeta es hacerse cómplice de sus crímenes. Las casualidades no abundan en la política.

Esta tácita justificación de Venezuela no comenzó hoy, aseguran los conocedores, argumentando que Tabaré Vázquez es rehén del chavismo y no necesariamente por cuestiones ideológicas. Se remiten a una serie de contratos de desarrollo de software con el Gobierno de Hugo Chávez y que habrían tenido a su hijo como beneficiario directo, hecho ocurrido durante la primera presidencia de Vázquez. Se habla de millones de dólares y del suicidio de un testigo del caso, persona vinculada a esa industria en Uruguay. No hay más que hacer una búsqueda en Google de los medios periodísticos más serios del país.

Y, sin embargo, dos aspectos de este “escándalo”—eufemismo acostumbrado—asombran. Uno es que el Frente Amplio no aclara el caso ni explica jamás sus curiosas posiciones diplomáticas. Con frecuencia, el gobierno de Uruguay se alinea con Venezuela aún a costa de distanciarse de sus propios aliados naturales de Mercosur. No priman los principios, pero tampoco el interés estratégico.

El segundo aspecto es que el debate público uruguayo de hoy pasa por alto el tema en cuestión. Uno no puede dejar de pensar en la otra orilla del Río de la Plata, donde la corrupción, que abunda, se ha instalado en la conversación política y en las actuaciones judiciales, incluyendo la muerte de Alberto Nisman, fiscal del caso AMIA convertido en testigo del hecho de corrupción más grave, el acuerdo con Irán.

Toda esta introducción porque corrupción y estalinismo se retroalimentan. La usina intelectual del estalinismo, el Estado-partido cubano, justifica la corrupción en su discurso. Es que nadie lograría perpetuarse en el poder con escasez de recursos. El pueblo es pobre, los que gobiernan son ricos, pero el objetivo es la lucha anti-imperialista. Notable alquimia retórica, vieja y gastada, esa es la escuela de La Habana pero con un agregado: la corrupción está tercerizada, dentro de Cuba la ley y el orden—del Partido Comunista, esto es—imperan.

La Habana ha decidido disciplinar a sus satélites, entonces, dejando en claro que ninguno de ellos abandonará el poder y en consecuencia ordenando la homogeneización del mensaje. Ello incluye a Venezuela, desde luego, pero también a Bolivia y Nicaragua, esta última con la represión desatada desde abril y que ahora se ha convertido en crimen de lesa humanidad, tal como lo presentó la CIDH en la OEA esta semana.

Y al respecto, cuando el Embajador de Nicaragua tomó el micrófono fuera de script dijo dos cosas notables, o más bien una sola. Citó al “Comandante Fidel Castro”, textual, eso cuando su discurso leído tenía numerosas referencias a la soberanía, a resistir la injerencia externa. Y se refirió a la OEA como “Ministerio de Colonias”.

De pronto fue como volver a Punta del Este, a propósito del Frente Amplio, pero en 1962, la edad de oro del estalinismo latinoamericano. El despotismo siempre duele, pero cuando se expresa de manera melancólica se convierte en una patología absurda.

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