Una ventana a la brutalidad del narco
El juicio a Joaquín Guzmán Loera, 'El Chapo', ilustra la ultraviolencia del negocio de la droga de los carteles de México
El mexicano Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, no es el mismo que hace un mes. Entonces entraba completamente perdido en la sala neoyorquina donde se le juzga por 11 delitos relacionados con el narcotráfico que pueden suponer una condena a cadena perpetua. Se limitaba a levantar la mano derecha para saludar a su mujer, Emma Coronel, y de vez en cuando volvía la cabeza hacia su izquierda para cruzar la mirada con ella. Los abogados decían que no estaba bien, que las estrictas condiciones de aislamiento en prisión le estaban afectando mentalmente.
Ese Chapo vulnerable que se veía al principio ahora es otro. Salir durante seis horas de la celda, estar arropado por sus abogados y seguir el relato de los testigos que pasan por el estrado se ha convertido en una terapia para él. Ya no es esa figura inexpresiva que se ve en los dibujos que retratan el juicio, la única imagen que se puede tomar del proceso, que durará unos tres meses. Ahora se le ve cavilar. Toma notas constantemente y las discute con su equipo de defensa, al que le plantea ideas. Y se sabe protagonista.
A Guzmán, de 61 años, se le considera uno de los narcotraficantes más brutales del mundo. Fue extraditado desde México hace casi dos años. El antiguo jefe del cartel de Sinaloa, que logró escapar dos veces de prisión, es el mayor traficante jamás juzgado en tribunal de Estados Unidos. La fiscalía trata de probar que era una persona despiadada, que trató de hacer cualquier cosa para escalar y mantenerse en el cartel, incluido el asesinato.
Las piezas del rompecabezas empiezan a encajar. La última fue un audio en el que se le escucha negociar un cargamento con las FARC. La fiscalía busca demostrar que es culpable de una retahíla de delitos como liderar una organización criminal, narcotráfico, posesión de armas y blanqueo de unos 14.000 millones de dólares. Pero antes debe educar a los miembros del jurado. Les tiene que explicar quién es Guzmán y cómo montó la empresa criminal que le permitió mover toneladas de droga, dejando un reguero de sangre a su paso.
El primer reto consiste en familiarizarse con los alias de los criminales. El Chapo era conocido por los traficantes colombianos como El Rápido, por la velocidad con la que movía los envíos de cocaína hacia Los Ángeles. Otros le llamaban El Arquitecto, por los túneles que construyó para pasar la droga. Su hermano Arturo era El Pollo. Están también El Pollito y El Pechuga. El primer gerente de su negocio se apoda El Gordo y tuvo de mano derecha a El Licenciado. El Mayo fue su socio, El Azul su mentor y Chupeta su principal proveedor de cocaína.
Glosario
Esta especie de curso intensivo sobre narcotráfico incluye también su propio diccionario. Los traficantes utilizaban palabras clave para comunicarse por si los teléfonos estaban pinchados. La noche de los envíos eran “fiestas”. Los aviones que transportaban la droga a las pistas clandestinas, “muchachas”. A la cocaína se referían como “camisas” y al dinero le decían “documento”. Un testigo silbó en la sala para explicar que era la señal de que todo había ido bien.
"Es una persona sencilla"
Emma Coronel, leal a su marido, no faltó a una sola audiencia del juicio. Tiene prohibido comunicarse con Joaquín Guzmán desde que fue extraditado y evita en todo momento hablar con la prensa. Esta semana concedió una entrevista a la cadena Telemundo en la que lamentó que todo el mundo vea a El Chapo como "que ya es culpable”. La exreina de belleza sinaolense dice que los cooperantes “van a decir cualquier cosa” en su contra para obtener algún beneficio penitenciario y protección para sus familias.
Pese a ello, asegura que lo ve “muy tranquilo", "despierto" y "positivo” a su pareja aunque le nota “un poco más delgado”. Repite que los medios de comunicación le dieron “demasiada fama” y “no quieren bajarlo de ese pedestal”. Coronel asegura que Guzmán es una persona “humilde” y “sencilla”, y que nunca le vio hacer en casa las cosas de las que se le acusa. Sí admitió que disfrutó con la notoriedad. Por eso cree que el juicio en Brooklyn ayudará a reescribir su leyenda. Es lo que espera lograr el equipo de la defensa.
Es solo la punta del iceberg. El testimonio de los siete testigos protegidos que han desfilado por la sala —antiguos socios narcotraficantes o empleados que están siendo procesados en EE UU y colaboran con las autoridades para obtener beneficios penitenciarios— para relatar el trasiego de la droga es espeluznante, tanto por el detalle de las tácticas para proteger los envíos como por la violencia a la que recurrían para perpetuar el cartel frente a cualquier amenaza. El narco colombiano Chupeta contó que mandó asesinar a unas 150 personas. Lo dijo sin inmutarse, con un tono de orgullo que dejó perplejos a los miembros del jurado.
Hasta el propio Chapo Guzmán quedó impresionado con el aspecto vampiresco de Juan Carlos Ramírez, antiguo socio suyo al que hacía más de una década que no veía. Su cara estaba desfigurada por las operaciones de cirugía estética que se hizo para poder escapar. “Me alteré las quijadas, los pómulos, la nariz, los ojos, las orejas y la boca”, explicó mientras el acusado le miraba atónito. Él fue quien estableció una contabilidad para seguir los pagos a sicarios por los asesinatos.
El sanguinario Chupeta narró con aplomo que disparó en el rostro de un teniente retirado, a solo un metro de distancia. Hasta su escalofriante testimonio, el juicio se había centrado en cómo El Chapo empezó a construir el cartel con el apoyo de Ismael El Mayo Zambada, el actual líder, que sigue prófugo, y Juan José Esparragoza, El Azul. “Es imposible ser líder de un cartel sin violencia”, justificó este antiguo capo mientras se reclinaba y se tocaba la barbilla.
Sicarios
La historia después de Jorge Cifuentes, El J, parecía de chiste. Era otro de los suministradores de coca colombiana. Se ofreció para asesinar a un traidor estando en la cárcel. Lo intentó primero echando cianuro en una de las arepas que su víctima iba a tomar para desayunar. Pero se comió solo una, la que no estaba envenenada. Así que lo intentó lanzando una granada en la celda mientras dormía. Tampoco funcionó: la cama era de cemento. “Me di por vencido”, aclaró.
Los testimonios reflejan hasta dónde llega la violencia en el mundo del narcotráfico. El jurado escuchó contar a Jesús Zambada, otro de los antiguos colaboradores de El Chapo, cómo mataron a otro narco que les traicionó, del clan de los Beltrán-Leyva. Recibió tantos balazos que quedó casi decapitado, con la cabeza apenas unida por un girón de piel al cuello. También contó que El Chapo ordenó matar a tiros a Rodolfo Carrillo Fuentes por no devolverle el saludo. Le balearon al salir de un cine con su esposa.
También dio detalles muy precisos sobre el famoso tiroteo en el club Christine para matar al entonces líder del cartel de Tijuana. El hermano menor de El Chapo, Arturo, engrosa la larga lista de asesinados. Como su mentor, Juan José Esparragoza. “Afortunadamente estoy vivo”, dijo Jesús Zambada cuando el abogado de la defensa le preguntó cómo pudo sobrevivir a esta orgía de sangre. Pero el juez, Brian Cogan, quiso dejar claro a la fiscalía que el juicio es por delitos de tráfico de droga que envuelven asesinatos, no al revés.
Se espera que la fiscalía llame a declarar a otra decena de cooperantes, entre ellos los hermanos Flores y a Vicente Zambada, hijo de Ismael Zambada, considerado un testigo crucial. El Chapo se ha activado. Ha empezado a cobrar protagonismo en su propio juicio, que se ha convertido en una ventana a la crueldad del mundo en el que él reinó.
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