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Los papeles no bastan en Marruecos

La historia de subsaharianos regularizados muestra las dificultades de integración y el persistente anhelo de llegar a Europa

El camerunés Mamadou, de 28 años, en la plaza del zoco de Marrakech.
El camerunés Mamadou, de 28 años, en la plaza del zoco de Marrakech.M. Martín
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Los Mercedes negros de las 165 delegaciones de Gobiernos que acudieron el lunes y el martes a Marraquech para adoptar el primer acuerdo global sobre migraciones atravesaron la ciudad sin cruzarse apenas con un subsahariano pidiendo en los semáforos. Los mendigos negros desaparecieron de sus cruces durante los días de la conferencia mundial. Para preguntar dónde se habían metido, sugería el subsahariano Yuri, visitar el barrio de Saada.

Yury aterrizó hace 10 años a Marruecos desde la República Centroafricana. Hace dos años fundó una asociación de ayuda a desfavorecidos. “Cuando llegué a este país, apenas había migrantes sin papeles en Marraquech. El boom empezó en esta ciudad en 2016. Y ahora, la gran mayoría de los que conozco quieren emigrar a Europa, aunque tengan sus papeles en regla. Para ellos Marruecos es solo un trampolín hacia Europa”.

El Gobierno marroquí asegura haber regularizado desde 2014 en torno a 50.000 inmigrantes irregulares. El responsable de Inmigración en el Ministerio de Inmigración, Jalid Zeruali, mantiene que “la inmensa mayoría respeta la hospitalidad de Marruecos” y solo una minoría insiste en emigrar. El país, sin embargo, se enfrenta a un éxodo récord desde su territorio, una huida a la que también se han sumado miles de marroquíes sin perspectiva ni empleo que arriesgan sus vidas para llegar a Europa. Hasta el 30 de noviembre, por mar y por tierra, 59.048 personas habían entrado a España de forma irregular, según datos del Ministerio del Interior español. La nacionalidad marroquí es la más numerosa entre los recién llegados, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur)

En los alrededores de la mezquita de Saada es fácil ver grupos de migrantes subsaharianos. Hay cristianos y musulmanes, muchos desempleados y algunos que trabajan, regularizados y sin papeles. El marfileño Gilles A. es uno de esos migrantes con papeles que esperan en el trampolín. El trampolín, en este caso, es una esquina del barrio desde la que miran con desconfianza a su alrededor. Gilles A. está regularizado desde 2015 y enseña su tarjeta de residencia. “Esto no me sirve de nada. En cuanto pueda intento irme a España”.

Sin embargo, su amigo el congolés Papi Tinani, de 42 años, que no tiene papeles, no quiere irse a Europa. “Yo ya estuve cuatro años en Francia y allí la vida es mucho más cara. Aquí, por 200 euros al mes vives en un apartamento. El problema es que no hay trabajo y que los marroquíes no te dan ningún dinero si eres inmigrante, aunque reciban fondos de Europa por acogernos. Nosotros en el Congo hemos acogido a mucha gente que venía de Togo. Les dábamos una paga al mes. Aquí no hay nada de eso”.

En Sadda también hay estudiantes como Benedicte, de 22 años, que salió del Congo para estudiar enfermería y ha descubierto el racismo en Marruecos. "Durante las prácticas los pacientes se han negado que les toque por ser negra. La primera vez me desestabilizó, pero ahora ya me acostumbré”, lamenta.

Muchos de los habitantes de Sadaa acuden por la tarde a la plaza de Jemaa el Fnaa, la explanada del zoco, el lugar más turístico de la ciudad y tal vez de todo Marruecos. Unos venden gafas, otras hacen trenzas a las turistas, otros pasan las horas en los bancos aledaños. Y ahí está el camerunés Mamadou, de 28 años. Tiene papeles y si las cosas le fuesen bien, tendría su propia tienda de artesanía africana en el zoco, pero apenas consigue vender cuatro souvenirs a algún turista. No gana más de cinco euros al día y relata las dificultades para vender su mercancía, conseguir licencias o alquilar locales. "Ese documento no ha cambiado nada mi vida. Mi familia me llama llorando para que les mande dinero. No puedo enviarles nada. Quiero cruzar el Mediterráneo como sea, mi tiempo pasa”.

A su lado camina por los laberintos del zoco, Tao Brayan, un joven menudo de 26 años. Él es uno de esos migrantes que las delegaciones de los 165 países no vieron pedir limosna en los semáforos, aunque recurre a ello a menudo. Este joven camerunés ha intentado entrar tantas veces a España en patera, saltando la valla de Ceuta o en lo alto de un camión que ha perdido la cuenta. Duerme al raso en una estación de autobuses esperando su próxima oportunidad, aunque en su Facebook, su escaparate para los que le vieron partir, le sitúa en Alemania y sus fotos, en una vida de éxito rodeado de mujeres.

Michael, víctima y beneficiario de una política con dos caras

Michael, un camerunés de 27 años, representa las dos caras de una política migratoria que acoge y expulsa al mismo tiempo. Marruecos aspira a ser un referente de acogida de emigrantes en África y al mismo tiempo un socio fiable ante la Unión Europea en el control de la inmigración ilegal. Marruecos es el país desde donde más emigrantes han llegado a la Unión Europea este año.

Cuando intentaba, hace ocho meses, embarcarse en una patera en la costa de Tánger le interceptó la policía marroquí. “Nos arrestaron. Nos pegaron con las porras y nos metieron en un autobús. Sin agua y sin comida”, recuerda. Michael fue enviado a Tiznit, al sur del país, una ciudad a las puertas del Sáhara que ya se ha acostumbrado a ver desembarcar de autobuses a cientos de migrantes sacados a la fuerza de las ciudades del norte.

Los desplazamientos forzados (cerca de 7.000 apenas este verano, según ONG) apenas retrasan el viaje. Tras algunos días durmiendo en la calle, los migrantes vuelven a donde les expulsaron. Cuatros meses después, ya en Marraquech, regularizó su situación. “No hay trabajo. Los marroquíes no quieren emplear a los negros”, lamenta. Michael duerme varios días en la calle porque no tiene dinero para pagar una cama. “Lo que quiero es ir a España. Mi vida se irá intentando llegar a Europa. Tengo muchos planes allí”.

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