¿Y todo esto quién lo paga?
Un análisis de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista 'CTXT'
California ardió. Y ardió. Y ardió. Ardió con rabia y desenfreno. Ardió sin piedad. Ardió llevándose por delante ciudades enteras, borrando del mapa colegios, hospitales, campos de cultivo; reduciendo a cenizas casetas de perros. ¿Por qué ardió? Es la pregunta que atraviesa dos extraordinarios textos publicados por el diario Los Angeles Times la semana siguiente al devastador incendio que todavía asola el norte del estado. Con una brújula y un telescopio –mirando uno a los factores y efectos inmediatos de la catástrofe y el otro a sus raíces más profundas– ambos textos componen un retrato excelso del desastre. El retablo bien podría titularse Crónica de una Quema Anunciada.
En la mejor tradición del periodismo narrativo anglosajón, cinco reporteros del LA Times construyen una magistral crónica en forma de relato cronológico del día-D desde el terreno en llamas. La narración lleva al lector al corazón del incendio, desde el punto de vista de sus víctimas y los cabecillas del impotente intento de ponerle coto. En él los reporteros repasan la batalla entre la naturaleza desbocada y unas autoridades inermes, y de las víctimas de un cóctel mortífero de vientos insaciables, llamas voraces y planes de evacuación insuficientes –en muchos casos, servicios recientemente privatizados.
Gustavo Arellano homenajea en una columna a Mike Davis, teórico urbanista y escritor que fue el látigo del desarrollo urbano de California en los noventa
El segundo texto es en realidad un tributo a otro, de hace un cuarto de siglo, que las llamas de la semana pasada grabaron como profético. El periodista Gustavo Arellano homenajea en una columna a Mike Davis, teórico urbanista y escritor californiano. Davis, una de esas mentes titánicas capaces de abarcarlo casi todo, fue en los años noventa látigo del desarrollo urbano de california, y fiscal de sus caras más oscuras, desde el racismo a la pobreza, pasando por los desequilibrios medioambientales. Lo hizo a través de dos libros, Ciudad de Cuarzo y Ecología del Miedo que, según cuenta Arellano, le granjearon una legión de admiradores –y una horda de detractores.
Davis tituló uno de sus ensayos, recogido en Ecología del Miedo, Razones para Dejar que Arda Malibú. El ensayo es, según Arellano, “un torrente de historia, ciencia, análisis marxista –y de una cierta dosis de provocación. Su argumento principal es que los habitantes del Sur de California nunca aceptarán que el fuego no es sólo algo corriente por aquí, sino que forma parte de nuestra ecología desde hace siglos. Gastar millones en salvar casas en zonas que nunca debían haberse destinado a vecindarios y cables de alta tensión no es sólo una locura, sino que supone un despilfarro de recursos públicos”.
Muchos tacharon entonces a Davis de gafe, de aguafiestas enemigo del American way of life. El profesor sigue siendo persona non grata en Malibú. Pero, con el paso de los años, señala Arellano, “las palabras lúgubres de Davis se leen más como revelaciones que como diatribas. Tal y como predijo, construimos cada vez más dentro de los cañones y laderas de los montes, como tentando a la Madre Naturaleza a soltarnos un sopapo… Y luego nos sorprendemos de que lo haga”.
En su ensayo, Davis describía Malibú y otras opulentas ciudades construidas en lugares recónditos como creadas “no por amor a la naturaleza o lo rústico del lejano Oeste, sino más bien como trincheras de privacidad contra las clases trabajadoras de Los Ángeles y la gente de color”. Esa huida blanca hacia las montañas, señala Arellano evocando a Davis, se hace posible no solo al permitir el desarrollo urbano donde no debería haberlo, sino también subsidiando a los afectados por el fuego inevitable mediante seguros anti incendio baratos y escuadrones de servicios de emergencia desplegados día y noche al mínimo atisbo de rescoldo. Añadamos a ese cóctel el cambio climático, y la catástrofe “marcaría una escalada cualitativa en el peligro de las llamas, y hasta el surgimiento de un nuevo régimen de incendios post-suburbanos”. Más de 20 años después, concluye Arellano, “vivimos en el mundo de Mike Davis”.
Presos esclavos
Mientras Davis escribía sus líneas premonitorias en los dorados años noventa, no sólo se fraguaba la catástrofe de las llamas. También se sentaban las bases de otra tragedia estadounidense: la del encarcelamiento masivo. Los casi dos millones y medio de presos de EE UU–un porcentaje de la población entre rejas más alto que el que tenía Sudáfrica en el cénit del Apartheid– son también un vasto contingente de mano de obra barata, por no decir esclava. Y han jugado un papel clave en el desesperado intento de apaciguar el fuego en California. El noticiero Democracy Now! dedicó una edición especial al incendio, en la que puso el foco sobre los presos-bomberos desplegados para hacer frente a las llamas, que a menudo son desplegados en primera línea, para enfrentarse al fuego en sus fases más comprometedoras.
“De los 13.000 mil bomberos que luchan contra los incendios por toda California, más de 2.500 son presidiarios”, contaba la presentadora del programa, Amy Goodman. “Mientras los bomberos asalariados ganan un salario anual medio de 74.000 dólares (alrededor de 65.000 euros), más prestaciones sociales, los presos ganan un dólar por hora cuando se enfrentan a incendios activos. Según algunas estimaciones, California se ahorra cien millones de dólares al año al utilizar mano de obra presa para luchar contra su problema medioambiental más grave”.
Pugna entre ciudades por la segunda sede de Amazon
Con su Silicon Valley y su Hollywood, la costa oeste estadounidense es el corazón del poder cultural y tecnológico del imperio. Para algunos, como Jeff Bezos, no es suficiente. El magnate dueño de Amazon emprendió hace unos años un éxodo hacia el este, donde residen los otros tres poderes: el mediático, el político y el financiero. Con el primero apenas disimuló. Bezos se compró el Washington Post. Y ahora ha ejecutado un movimiento que se entiende, en parte, desde el cortejo de los otros dos. Así lo cuenta en la web de noticias VOX Matthew Yglesias, quien repasa la “tragedia”del proceso de selección de la segunda sede de Amazon. Yglesias describe un cínico y calculado deshojado de margarita por parte de Bezos, que terminó decantándose por el barrio de Long Island City, en Queens, Nueva York, y Arlington, Virginia, una ciudad satélite de Washington.
Amazon, cuenta Yglesias, se tenía que ir de Seattle porque la ciudad no aguantaba más la presión del crecimiento explosivo –y parasitario– de la empresa. “El crecimiento económico de Seattle se ha demostrado una espada de doble filo, con alquileres desorbitados y dejando atrás a muchos de los trabajadores que viven allí y no tienen acceso a los salarios altos del sector tecnológico”, escribe Yglesias. “La ciudad había empezado a hacerle frente, con una subida pronunciada del salario mínimo, pero se disponía también a aumentar los impuestos sobre Amazon y otras grandes empresas para financiar los servicios para los sin techo. Amazon logró intimidar al pleno del Ayuntamiento para que este no aprobara ese impuesto”.
Casi en paralelo, se preparó el terreno de la puja a la baja. La empresa de ventas por Internet anunció a bombo y platillo un proceso para construir una macro segunda sede, proponiendo 50.000 puestos de trabajo con salarios promedio de 100.000 dólares (unos 88.000 euros) en un “campus” de ocho kilómetros cuadrados. Se abrió la veda.
Entre Nueva York, Virginia y Nashville –las tres sedes donde, lejos del súper campus prometido, dividirá su nueva sede corporativa y su centro de distribución— Amazon va a recibir 3.500 millones de dólares (unos 3.000 euros) en subsidios públicos y rebajas fiscales. “Pero podría haber sido más”. Lo cuenta en The Guardian Julia Carrue Wong, que relata cómo estuvieron dispuestos a bajarse los pantalones los alcaldes y gobernadores de un buen puñado de ciudades estadounidenses, compitiendo para lisonjear a Amazon a cambio de los puestos de trabajo prometidos por Bezos. “Maryland estaba dispuesto a poner encima de la mesa ocho mil millones y medio, y Nueva Jersey, siete mil”. Entre Filadelfia y su Estado, Pennsylvania, ofrecieron casi seis mil millones de dólares de regalos fiscales, mientras que Atlanta y Dallas ofertaron dos mil y mil millones, respectivamente.
Pero no todo en la vida es dinero. Atlanta, sede de uno de los principales aeropuertos del país, y muy bien conectada con casi cualquier rincón de EE UU, se postuló con algo que no tiene precio: “Para los empleados de Amazon que pudieran estar preocupados por codearse con gente normal, la candidatura de la ciudad prometía una ‘sala vip premiere’ para uso exclusivo de los empleados de Amazon”, cuenta Wong, además de plazas de garaje gratis.
Quizá presintiendo que la segregación aeroportuaria no sería suficiente para convencer a Bezos, la ciudad sureña propuso dar una vuelta de tuerca más a la distopía decimonónica del transporte en la era digital. “La agencia de transporte público de Atlanta, Marta, se comprometió a ‘explorar la posibilidad de añadir un ‘vagón exclusivo para Amazon’ en el sistema de metro de la ciudad, además de a dedicar dinero público a ‘mejorar el acceso de los empleados’ a las oficinas de Amazon”. ¿Y qué pasa con los que vayan en coche? No se preocupe, Señor Bezos, debió decir el alcalde: “La ciudad”, cuenta Wong, “propuso cambiar los nombres a ciertas calles: ‘Paseo Amazon, Calle Alexa, Plaza Prime, Vía Kindle, etc.”
Al final, el tirón de la cercanía a Wall Street, los conglomerados mediáticos, el Pentágono y la Casa Blanca se impuso, y Amazon dividirá sus sedes entre Nueva York y las afueras de Washington. Si les preocupan los problemas de movilidad del archimillonario Bezos en una ciudad con un sistema de transporte público disfuncional y otra con carreteras perpetuamente congestionadas, pueden dormir tranquilos: tanto Arlington como Queens pagarán los helipuertos del hombre más rico del mundo.
“¿Y todo esto quién lo paga?” dicen que dijo Josep Pla al llegar a Nueva York y ver el mismo espectáculo de luces de rascacielos semivacíos con el que se deleitará Bezos cada noche que su helicóptero despegue en Queens y levante la vista hacia el skyline de Manhattan. La pregunta de Pla bien se podría aplicar a Amazon. La distopía que rodea al supermercado digital va más allá de la olímpica subasta por proveer a la empresa de millones de beneficios sin impuestos y a sus directivos de élite de la humana necesidad del transporte sin plebeyos.
Aprovechando el anuncio de la llegada a la ciudad de parte de la segunda sede de la empresa, y de la bienvenida en perfecta “Neolengua abstracta”, al grito de “¡Sinergia!”, de su alcalde presuntamente progresista, “capaz de prometerlo a la vez todo y nada”, la crítica de The New Yorker, Naomi Fry, dibuja una aguda y oportuna reseña del libro Seasonal Associate, de la alemana Heike Geißler. Se trata de unas memorias que siguen los pasos de una traductora freelance que, apurada por la precariedad, decide buscarse un trabajo temporal mal pagado en una nave de Amazon en Leipzig poco antes de que arrecien las compras de Navidad. Ahí, como si de un texto de Mike Davis se tratara, se penetra en la base de los mil billones de dólares de valor bursátil de la empresa –y su poder para torcer el brazo de políticos al enfrentarlos por un puñado de empleos: el trabajo de cientos de miles de personas, empaquetadores, programadores, repartidores, como la protagonista de Seasonal Associate.
“El objetivo de Geissler”, escribe Fry, “es comunicar que, debajo de su abstracción, los trabajadores son individuos. En ese sentido, Seasonal Associate pertenece a la larga tradición de novelas de problema social, que incluye Tiempos difíciles, de Charles Dickens, La jungla, de Upton Sinclair, y Las uvas de la ira, de John Steinbeck –todos los cuales intentan revelar, en su tratamiento cuidadoso y humanizante de los personajes, protagonistas complejos atrapados dentro de mecanismos industriales deformantes e impersonales”.
Esos mecanismos industriales han alcanzado al deporte rey. En su libro sagrado del balompié, Eduardo Galeano escribía: “La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue”.
Galeano escribía, con la clarividencia del poeta de lo mundano, a principios de los noventa, en plena Revolución Industrial del juego de los pobres. Como en toda revolución industrial, al fútbol le han ido surgiendo sus proletarios y sus burgueses, su urbanización y su desplazamiento forzoso, y hasta su financiarización.
De todo eso trata la espectacular investigación del semanario alemán Der Spiegel en colaboración con Football Leaks. Una escuela de fútbol en Ghana, en medio de la pobreza más abyecta; adolescentes que abandonan a sus familias y su adolescencia en busca de un sueño esquivo; un club, el Manchester City, que los llama ‘Capital Riesgo’ en sus documentos internos, los entrena a cambio de ser dueño de un porcentaje de sus derechos y programa sus vidas de peregrinaje por ligas de segundo nivel europeo para extraer el máximo beneficio, aunque nunca vistan su camiseta celeste ni escuchen las arengas de Pep Guardiola. Podría ser una fábrica en la Inglaterra de Dickens. O quizá la nave de Amazon en Leipzig. O el batallón de bomberos con grilletes de los campos en llamas del Norte de California.
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