Cien noches (Santa Marta, Magdalena)
En la insolente Colombia de 2018, los ciudadanos llevan en sus teléfonos los vídeos en los que el candidato Duque prometía no subir el IVA
Queridos electores: el gobierno difuso del uribista Iván Duque está cumpliendo sus primeras cien noches. Y, aunque aquí en Colombia la paranoia dé frutos, aunque su partido de gobierno sea un poco más mediocre que falaz y su vocación a buscar la paz política en el nombre de su generación haya estado acompañada de un lamentable regreso al fallido camino de la prohibición, sigo pensando –y es mejor pensar bien y fracasar que pensar mal y acertar– que se trata de un presidente bienintencionado que no debe ser exonerado ni condenado de plano, sino criticado, o sea, puesto en su lugar para bien y para mal, según el tema y según lo que vaya pasando. Sigue pareciéndome ambiguo. Sigue pareciéndome un policía bueno rodeado en todos los sentidos de policías malos en todos los sentidos.
Pero cien noches son muy pocas para retratar a un líder tan nuevo aun cuando el uribismo de antes se lo haya sacado de la manga.
El presidente Duque ha estado enfrentando nuestros problemas bárbaros de siempre –la baja productividad, la guerra contra las drogas, la ilegalidad rampante, el hábito de la corrupción, la languidez de la justicia, la deuda con la educación, la búsqueda de la paz con los ejércitos salvajes que se han dado en cientos de puntos ciegos del país– con un llamado a hacer un pacto nacional que al cierre de esta edición él no ha tenido tiempo de cumplir. Su gobierno ha dado muestras de comprender que Colombia no es el capricho de los políticos de turno. Su gobierno ha avanzado por momentos como si entendiera que nuestros dirigentes han sido arrendatarios que se han portado como dueños. Y ha conseguido reunir a los partidos alrededor de la consolidación de la paz con las FARC y del desmonte de la costumbre del cohecho.
Pero cien noches han sido muy pocas para que su voz moderadora consiga llevarnos de la teoría a la práctica.
Su embajador en Washington, Francisco Santos –todo un exvicepresidente de la República–, se ha pasado tres meses largos amenazando al mundo con una intervención militar en Venezuela: “El ELN es un grupo paramilitar del gobierno venezolano”, soltó la semana pasada, frescote e impávido, como hablando en la sala de su casa, como matando de un solo tiro a tres pájaros moribundos: el proceso de paz con el ELN, el empeño de servirse de la diplomacia para cercar al régimen dictatorial de Maduro y la ilusión de que la xenofobia no se vaya tomando a Colombia en los dolorosos días del éxodo venezolano. Y así, erráticos y fuera de contexto como el embajador Santos, se han venido portando varios miembros del viejo uribismo que aún no terminan de captar que solo ellos están viviendo aún en el agobiado país de 2002.
Duque terminó la semana pasada haciéndole la segunda voz a Carlos Vives en un conversatorio sobre el futuro de la ciudad de Santa Marta: “Pitán, pitán, pitán, qué alegre está mi pueblo…”. Pero en el insolente país de 2018, en donde la popularidad de un gobernante ambiguo no se recobra ni cantando vallenatos ni pautando en las telenovelas de la noche, y en donde según las últimas encuestas ya no es suficiente ser Uribe ni ser uribista, los ciudadanos llevan en sus teléfonos los vídeos en los que la indignación del candidato Duque prometía no subir el IVA que el pragmatismo del presidente Duque pretende subirle –de la mano de su cuestionado ministro de Hacienda– a esta ahorcada sociedad colombiana hecha de trabajadores independientes que este mes no saben si pagar matrículas o impuestos o hipotecas.
Por supuesto, el confundido partido de gobierno, al olfatear la impopularidad de la nueva reforma tributaria, ha dicho que no está de acuerdo con su presidente. Y es como si después de cien noches no hubieran dejado de parecer la oposición.
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