El odio descoloca a Pittsburgh
El ataque de este sábado contra una sinagoga es el más mortífero contra la comunidad judía de la historia de EE UU
Agay Herskowitz, de 66 años, se esforzó este domingo en aparentar normalidad. Acudió como ha hecho en los últimos 40 años a trabajar en el mostrador del supermercado kosher en la avenida Murray en el barrio de Squirrel Hill, epicentro de la comunidad judía de Pittsburgh (Pensilvania). Pero a Herskowitz le era imposible aparentar normalidad. “Conocía a mucha de la gente asesinada. Eran clientes, amigos. Nunca es fácil, pero esta vez golpea en casa”, contaba, conteniendo la emoción. “Estoy traumatizado”, añadía.
El supermercado está a unos diez minutos andando de la sinagoga El Árbol de la Vida, donde el sábado por la mañana Robert Gregory Bowers, un antisemita residente en Pittsburgh de 46 años, mató a 11 personas e hirió a otras seis. Equipado con un rifle militar y tres pistolas, asesinó a ocho hombres y tres mujeres. Tenían entre 54 y 97 años. Según la Liga Antidifamación, es el ataque más mortífero contra la comunidad judía en la historia de Estados Unidos, el primer o segundo país del mundo, dependiendo de los cálculos, con más población judía. Según el FBI, los judíos son el grupo religioso que sufre más delitos de odio en EE UU.
Bowers —que tras ser arrestado dijo a la policía que deseaba la muerte de todos los judíos— está acusado de un sinfín de delitos, que podrían acarrearle la pena de muerte, como ha pedido el presidente estadounidense, Donald Trump. La sinagoga, un austero edificio beis en una coqueta zona residencial de clase media-alta, permanecía este domingo rodeada de coches y cintas policiales, periodistas y vecinos atónitos que acudían a depositar flores.
Las frases son tristemente familiares. Nadie se imaginaba que una tragedia de ese calibre podría ocurrir aquí. Todos piden mantenerse unidos y ser fuertes. Algunos urgen a abordar las causas detrás de la sinrazón, otros dan por hecho que así es el mundo en el que vivimos y que las matanzas son incontrolables. Lo decían este domingo los residentes de Squirrel Hill. También los de Charleston en 2015 cuando un supremacista blanco mató a nueve personas negras en una histórica iglesia afroamericana. También en Parkland el pasado febrero, donde un estudiante mató a 17 en una escuela; en Las Vegas en 2017 tras la matanza de 58 asistentes a un concierto; en Orlando en 2016 tras un baño de sangre en una discoteca gay que dejó 49 muertos... Incluso se oía en el vecino Canadá, donde el acceso a las armas está mucho más restringido que en EE UU, después de que un ultraderechista matara a seis fieles en una mezquita en Quebec en enero del año pasado.
“Puede ocurrir en cualquier lugar. Ha pasado en Israel o en Francia”, decía Herskowitz, cuya familia emigró a finales del siglo XIX desde Hungría. El comerciante sostiene que la única forma de evitar tiroteos sería tener a guardas de seguridad en todas partes, como defiende Trump. “Aún así, encontrarían un modo de entrar aunque se ralentizaría el ataque”, esgrime mientras un cliente le pregunta si ya se conocían las identidades de las víctimas. La sinagoga tiene sus puertas cerradas todos los días de la semana excepto el domingo cuando, por la celebración del sabbath, el edificio está completamente abierto al público. Herskowitz argumenta que, aunque se impongan restricciones, personas malvadas siempre lograrán armas de fuego, pero defiende prohibir la fabricación de rifles militares, como el AR-15 empleado por Bowers y en muchas otras masacres.
Rivkee Rudolph, de 33 años, también evitó cambiar su rutina. Acudió con tres de sus cuatro hijos a una organización familiar judía contigua al supermercado. “Hemos decidido mantener el evento que teníamos planeado porque creemos que es importante que los amigos se mantengan unidos en momentos como este”, explicaba. “Somos una comunidad muy cercana. Todo el mundo siente el dolor”.
A poco más de una semana de las elecciones legislativas, el tiroteo de Pittsburgh llega en un momento de enorme polarización social en EE UU. Y vuelve a colocar por enésima vez al país ante el incómodo espejo de la epidemia de la violencia armada. En EE UU hay casi el mismo número de armas privadas que habitantes. Tras cada matanza, arrecian las voces que piden dificultar el acceso a pistolas y rifles. Sin embargo, espoleado por el lobby armamentístico y políticos conservadores que consideran sagrado el derecho constitucional a portar armas, el debate suele diluirse ante la desesperación dolorosa de una parte de la sociedad. Mientras, el país, cada vez más dividido, digiere una nueva carnicería de inocentes hasta que el ritual reaparezca.
Trump condenó enérgicamente el domingo el tiroteo y sostuvo que el antisemitismo debe ser “confrontado en todas partes”. Algunos, sin embargo, acusan al republicano de atizar el clima de odio que dice querer combatir. “Trump lo ha creado. Ha dado cuerda a personas [ultras] que ahora se sienten muy cómodas”, denunciaba Elana Stotz, de 50 años, que paseaba su perro en la calle de la sinagoga atacada. “Esta Administración ha facilitado el odio y la intolerancia. Me temo que no va a cambiar por un tiempo”, agregaba la mujer, una votante demócrata. Pittsburgh, que era uno de los motores industriales de EE UU, es un feudo progresista rodeado de votantes republicanos en un Estado que fue determinante para la victoria electoral de Trump en 2016.
El mandatario ha prometido unificar al país, como ya dijo nada más ganar los comicios, pero su retórica divisiva, en ocasiones con velados tintes racistas, alimenta las dudas de que realmente quiera hacerlo. Por ejemplo, después de que un supremacista blanco matara a una contramanifestante el año pasado en Charlottesville, Trump culpó a “ambos lados” de la violencia. Y la semana pasada acusó a los medios de comunicación, a los que ha declarado el “enemigo del pueblo”, de propiciar el ambiente de tensión detrás del envío, por parte de un seguidor suyo, de más de una decena de paquetes con explosivos a personalidades demócratas. Como candidato electoral, Trump —cuya hija Ivanka se convirtió al judaísmo— reenvió en Twitter mensajes de grupos antisemitas y criticó sutilmente las donaciones de grupos judíos a la demócrata Hillary Clinton.
Un barrio icónico
Un 26% de los judíos en la ciudad viven en Squirrel Hill, el barrio de Pittsburgh que concentra la mayor cantidad de personas de esa fe religiosa, según un estudio de 2017. La llegada de judíos se inició alrededor de 1920 procedentes de otras partes de la ciudad y de Europa. El barrio ahora es más diverso por la mayor presencia de inmigrantes asiáticos y estudiantes.
David Shribman, el director del Pittsburgh Post Gazette, que vive en el barrio, escribía ayer en su diario que Squirrel Hill ha sido durante más de un siglo y medio "no solo el centro espiritual del judaísmo en Pittsburgh, sino un punto de referencia en la historia de los judíos en América, junto con el Lower East Side de Nueva York y la avenida Blue Hill de Boston, uno de los centros vitales de la identidad judía desde el comienzo de la revolución industrial".
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