Uribe y el Centro Democrático: la trampa del partido fuerte
El expresidente toma posición para los próximos cuatro años de gobierno de su pupilo, Iván Duque
Una democracia abierta y competitiva es mal contexto para cualquier persona con aspiraciones de liderazgo vitalicio. En este contexto, la manera más rápida y eficaz de ganar unas elecciones es un partido político: algo que mezcla bastante mal con los caudillos. Me refiero aquí a un partido en el sentido más estricto y restrictivo del término. Porque cualquier asociación de individuos destinados a ganar elecciones (“plataforma”, “movimiento”, “candidatura”) puede ser considerada como un partido en términos amplios. Un líder que quiera conservar o ampliar su poder por el resto de su vida, como ha sido el caso de Álvaro Uribe a poco que uno preste atención a su biografía, se sentirá más cómodo en este tipo de agrupaciones porque podrá manejarlas más fácilmente. Tal era su idea cuando en su día formó el Partido Social de la Unidad Nacional (PSUN). Pero construir un partido de verdad, algo como el Centro Democrático (CD) en el que hoy habita, va mucho más allá.
Un partido fuerte como el CD requiere de la existencia de unas reglas internas de funcionamiento. Para empezar, un partido con vocación de supervivencia a un solo ciclo electoral o a sus propios fundadores necesita una manera de seleccionar a las personas que ocupan sus puestos de relevancia, un mecanismo de diseño de jerarquías que permita la renovación periódica de cargos. Además, la plataforma ideológica de un partido no puede estar grabada en piedra: necesita poder adaptarse a cada contexto, así sea dentro de unas directrices definidas en su fundación. Para terminar, no hay partido sin capacidad de movilización de militantes, simpatizantes y votantes por las causas y las personas antes definidas.
Estas tres dimensiones (líderes, ideología y movilización) tienen una cara visible y funcional, por supuesto. Son las palancas que permiten a un partido cumplir con su cometido, que es el de ganar elecciones para llevar adelante un programa político representado y ejecutado por un grupo específico de personas. Pero también tienen una cara menos evidente, aunque igualmente necesaria: es a través de estos procesos que la formación reparte el poder de que dispone, o que podría conseguir.
Para un líder vitalicio, el control de los mecanismos que distribuyen el poder es fundamental para su supervivencia. Es por eso que los partidos débiles como el PSUN le vienen, en teoría, mejor a su proyecto: en ellos, la ausencia de reglas específicas en ideología, cargos y movilización le dejará toda la discrecionalidad posible. “Lo que diga el líder”. Pero al mismo tiempo un golpe a su dominio en una formación de este estilo es mucho más definitivo: como no hay normas, se cumple la máxima de que a rey muerto, rey puesto. Tal cual sucedió cuando Juan Manuel Santos pasó a controlar el PSUN. A Uribe ese instrumento dejó de servirle. En ese momento se enfrentó a una disyuntiva interesante: podía formar otro movimiento de esencia personalista, débil en la dimensión ideológica, y que fiase los cargos y la movilización a una estructura clientelista territorial. O podía cambiar de estrategia y diseñar un partido fuerte, con la ideología como punta de referencia tanto para la selección de acólitos como para su estrategia electoral.
¿Por qué optó Uribe por esta segunda opción? Quizás intuyó que así las traiciones de 180 grados se volverían más difíciles de ejecutar. O tal vez no fue elegido, sino impuesto por las circunstancias de una ciudadanía y unos líderes emergentes que demandaban una plataforma de este estilo. Lo más probable es que fuese una combinación de ambos factores. El hecho es que el CD se convirtió en el primer partido fuerte que la derecha colombiana veía nacer en muchos años. En él, Uribe parecía sentirse seguro: controlaba las palancas del poder. Pero al mismo tiempo la criatura iba creciendo, precisamente porque fue diseñada para ello. Se crearon corrientes internas, asociadas tanto con tendencias ideológicas como con individuos específicos. Los aspectos clientelistas no desaparecieron (como no lo han hecho de prácticamente ningún partido colombiano), y el proceso de selección de líderes seguía fuertemente atado a la voluntad del vitalicio, pero por debajo algo iba creciendo y desarrollándose.
La criatura ha cumplido la mayoría de edad en las 100 horas que van desde la toma de posesión de Iván Duque, representante del ala moderada de la formación, portador de aspiraciones de unión para el centro, el centro-derecha y la derecha que quedan bien reflejadas en la configuración de su gobierno y de sus discursos. “Una cosa es el gobierno y otra el partido”, dijo la vicepresidenta Marta Lucía Ramirez. “Como dijo la vicepresidenta, una cosa es el gobierno y otra el partido”, le respondió con sorna la senadora Paloma Valencia.
Se comprobaría poco después, cuando el Gobierno echaba atrás el nombramiento de Claudia Ortiz (uribismo, núcleo duro) para la Unidad de Protección pero confirmaba a Víctor Saavedra (tecnócrata, moderado, relacionado con la administración Santos) como viceministro. Resulta que hay una corriente moderada del CD al frente de la rama ejecutiva, mientras que en el legislativo el control queda en manos de la facción reaccionaria. El contraste de discursos entre los representantes de ambos poderes (Macías y Duque) se volvió hechos.
No eran pocos los que veían en este contraste la mano invisible de Uribe, como promotor de una estrategia de poli bueno poli malo que permite retratar a Duque como un moderado sin perder capacidad de llegar al extremo derecho del espectro ideológico. Traducir esto en una especie de teatro para la galería después del cual todos los implicados se toman una cerveza fuera de las cámaras y se ríen de lo inocentes que son sus votantes me parece atribuirle demasiada capacidad de raciocinio a todo esto, rayando en la conspiranoia.
Sin embargo, sí podría decirse que Álvaro Uribe no tiene necesariamente una preferencia clara por ninguna de las corrientes ideológicas contenidas en el CD. Recordemos que cuando era presidente ganaba elecciones con el 60% del voto, y que su aspiración de gran coalición siempre incluyó elementos moderados tanto como radicales. No: si Uribe mantiene una preferencia fuerte, es la del mantenimiento de su situación actual. El partido fuerte se lo puede dar mientras las tensiones internas, inherentes a cualquier organización encargada de tomar y repartir poder, no superen un umbral de tolerancia por parte de una de las facciones. Y, sobre todo, mientras él no sea identificado con la perdedora. Como ya le sucedió una vez con un partido débil. Si eso termina por suceder, se habrá puesto una trampa a sí mismo. Una vez más.
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