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EN ANÁLISIS
Columna
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Aborto, religión y democracia

Irlanda y Argentina en perspectiva comparada

Mujeres protestan en Buenos Aires a favor del aborto.
Mujeres protestan en Buenos Aires a favor del aborto. D. Fernández (EFE)

El pasado 25 de mayo se llevó a cabo un histórico referéndum. Con una participación del 64 por ciento, más de dos tercios de los irlandeses aprobaron la derogación de una enmienda constitucional que penaliza el aborto con reclusión de hasta 14 años. El gobierno anunció que introducirá legislación en el Parlamento para permitir la interrupción voluntaria del embarazo dentro de las 12 semanas de gestación.

Al mismo tiempo se llevaba a cabo en Argentina un intenso debate y tratamiento legislativo de idéntico tema. El proyecto de ley de despenalización del aborto recibió media sanción en la Cámara de Diputados el 13 de junio, siendo rechazado en el Senado el 8 de agosto. La simultaneidad y las semejanzas de ambos países, especialmente en relación con su identidad católica, invitan esta reflexión.

De hecho, las encuestas de opinión reportan que dos tercios de los argentinos aprueban la despenalización, exactamente como en Irlanda, y que ese porcentaje es más alto entre las mujeres y aún más alto entre los jóvenes. Esos números podrían haber servido para recordarles a muchos legisladores que se trata de una democracia representativa, y subráyese representativa.

Es decir, es un sistema político en el cual sus opiniones personales, convicciones, principios morales y demás consideraciones importan menos, mucho menos, que las preferencias de la sociedad. Desafortunadamente, muchos de ellos hablaron de sí mismos en el debate, con frecuencia en clave de dogma religioso. También votaron por su cuenta, no por cuenta del mandante, el electorado.

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El dogmatismo en cuestión oculta que despenalizar el aborto no erosiona la fe de nadie, no debilita las convicciones religiosas de quien las posee, no borra la identidad de las personas. Irlanda es muy católica, también lo son España, Italia y Uruguay, que además no está en Europa sino en la otra orilla del Río de la Plata. Todos tienen ley de interrupción voluntaria del embarazo. También la tiene la Ciudad de México, donde la abrumadora mayoría de sus 21 millones de habitantes son muy creyentes y cuya Basílica de Guadalupe—Lupita—es en números el segundo lugar de peregrinaje católico después del Vaticano.

Lo que sí hace la despenalización del aborto, sin embargo, es modificar el control social existente; de las mujeres por parte de los hombres, esto es, y que es ejecutado por instituciones regidas por hombres, la Iglesia Católica entre ellas. Los legisladores argentinos que justificaron su rechazo con base en el dogma religioso creen que han sido portadores de la fe. En realidad, solo han sido instrumentos de control social de dicha institución, control que racionalizan con un discurso religioso.

Con lo cual predominan la incoherencia y la hipocresía. Para que los argumentos de los llamados “pro-vida” sean plausibles, deben antes resolver el dilema ético que implica que sea aceptable congelar embriones para tratamientos de fertilización asistida, la mayoría de los cuales jamás nacerán y muchos de los cuales se descartan. En otras palabras, si la vida comienza desde la concepción, son personas cuyo desarrollo se trunca deliberadamente o se abortan. Pero eso sí es legal.

Para conservar un ápice de credibilidad también tienen que explicar cómo justifican moralmente que una mujer que aborta esté sujeta a una condena de prisión de hasta cuatro años y el varón—es decir, el padre del embrión abortado—no reciba castigo alguno. Igualdad ante la ley, bien gracias.

Pues se trata de poder, no de fe. En ese terreno, entonces, el rechazo a la interrupción voluntaria del embarazo no es más que una denegación de derechos a efectos de ejercer una supremacía. Como ahora con la despenalización del aborto, la Iglesia católica se opuso a la ley de divorcio argentina de 1987—ley que Antonio Cafiero, político peronista de reconocidas convicciones religiosas, votó a favor “como católico”—y también se opuso a la ley de matrimonio igualitario de 2010.

Es que dichas leyes robustecen la esfera de derechos civiles, lo cual expande la capacidad de los individuos de elegir y decidir sobre su propia vida, es decir, los hace autónomos. Ello siempre ha resultado en más democracia, un proceso histórico de cambio social que necesariamente re-define la propia noción de ciudadanía. La democracia es un conflicto a favor de más derechos ante la resistencia del statu quo. La marea verde es un fenómeno de cambio social democrático.

En contraste con Argentina, la Iglesia católica irlandesa ha mantenido un curioso silencio durante el referéndum, tanto desde el púlpito como en el llano. Esta es también una historia de la alta política exterior del Vaticano que, más allá de los neofascismos en auge, ve a Europa como un territorio perdido a manos de la secularización, un espacio capturado por las instituciones de un Estado y un supra-Estado liberales.

Un Papa jesuita significa ver el futuro del catolicismo en África y especialmente en América Latina, región donde, no obstante, diversos cultos evangélicos compiten con la Iglesia Católica en el terreno y con bastante éxito. Retener América Latina es la misión pastoral de Bergoglio, allí está su patio trasero. De ahí su tolerancia con las diversas autocracias actuales. Bergoglio no es comunista, chavista ni populista, como se dice, sino el jefe de un Estado que protege sus espacios de poder.

Ocurre que los Castro han negociado una estrategia conveniente con él. Las sucursales de su revolución en el continente, el ALBA y sus subcontratistas, no son materialistas ni hablan de marxismo-leninismo. Por el contrario, se definen como católicos, invocan la fe y rechazan toda forma de ateísmo. De ahí que el Papa no los cuestione. Son la izquierda beata que Bergoglio seguirá protegiendo, no por ser “izquierda”, subráyese las comillas, sino por ser beata. Su verdadero adversario es el liberalismo, el que separa la religión y el Estado.

Y eso es lo que le preocupa de Argentina y de su presidente. Nótese que el debate acerca de la despenalización del aborto fue iniciado por el propio Macri. Su coalición, Cambiemos, está integrada por su partido, el PRO, y el Partido Radical. El ADN del primero es el liberalismo, y el del segundo, desde su creación en 1890 es el Estado Laico. Sin embargo, en los bloques de ambas cámaras de Cambiemos prevalecieron los votos negativos. Es inverosímil, el oficialismo rechazó una ley que es resultado de un debate iniciado por su propio presidente.

Argentina trata de ingresar al siglo XXI, el lenguaje de la modernización es dominante en el gobierno, pero en realidad ha regresado al siglo XIX, el momento liberal de su historia. Como entonces, el futuro de su orden político democrático pasa por definir si, y cuánta, separación entre Estado e Iglesia tendrá.

Por ello, Cambiemos tiene un dilema frente a sí: ser la fuerza liberal que complete la modernización truncada de Argentina—y no tan solo en la economía sino en la esfera social—o bien constituirse en un vehículo del conservadurismo clerical. Votando como lo hicieron se constituyeron en lo segundo, en la Argentina de 1930. Y con ello seguirán obligando a muchas mujeres a morir en un aborto clandestino o ir a la cárcel.

Es que, aunque sea ilegal, las mujeres continuarán decidiendo sí y cuándo ser madres. La historia de la democracia es hacer legal una ilegalidad, o sea, ampliar derechos. También era ilegal divorciarse y también era ilegal amar a una persona del mismo sexo. Si Cambiemos se constituye en la fuerza que prometió ser, la fuerza de la modernización, habrá cumplido. En ese camino, una nueva base social le dará su apoyo: la marea verde, esa que se ha esparcido por toda América Latina generando esperanzas similares.

Solo falta que se den cuenta de ello en Callao y Rivadavia, la sede del Congreso Nacional. Argentina vota en quince meses.

@hectorschamis

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