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Cartas de Cuévano
Columna
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Piel de Luna

Ahora que millones de mexicas nos quedamos con las ganas de observar el eclipse lunar, hay que recordarle a los políticos que se creen impunes que la Luna se baña con la sangre de los miles de desaparecidos

Jorge F. Hernández

 Ahora que millones de mexicas nos quedamos con las ganas de observar claramente el eclipse lunar, es tiempo de recordarle a los políticos que se creen impunes que la Luna se baña con la sangre de los miles de desaparecidos y miles de muertos que se han acumulado en los años recientes y que todo esto consta en un viejo pergamino de amate donde hace siglos un tlacuilo anónimo tuvo a bien profetizar que aquí donde no perecerá la gloria es ombligo de la Luna y por ende, serán las calles y callejuelas, los bulevares y las avenidas, los Ejes Viales, Viaducto y Periférico o Circuito Interior y Centenario no más que el espejo fidedigno de la Piel de la Luna. Por eso, no hay una sola calle en este valle de Anáhuac que no tenga baches, hoyos, cráteres de diverso tamaño; por eso, todo recorrido en auto, micro, taxi, pesero, bicla o patín del Diablo se convierte en taquicardia aeróbica, brincadera emocional y acelerador de partos para embarazadas ya muy panzonas.

Habrá quien afirme que la piel lunar de las calles de CDMX no es más que un sentido homenaje a la mejor fotografía de José Alfredo Jiménez, casi tan cacarizo como la escena donde aparece Cuco Sánchez cantando “La Cama de Piedra” como secreta insinuación de que nuestras calles y avenidas han de mostrar siempre –y a pesar del chapopote y de los escuadrones de bacheo—la viruela urbana de nuestra piel mancillada, las mejillas del antiguo DF como ciudad ojerosa y pintada o bien, como sutil recordatorio de que Lupita Jones ganó Miss Universo sin que le importaran al Jurado los evidentes estragos de su acné.

Megalópolis de anchos baches y ciudad entrañable de rincones empedrados con adoquines que se cuadriculan en sincronía con los hoyancos, Venecia de América que sustituyó sus canales por trincheras y surcos como para sembrar cada seis años al Hombre Nuevo, hecho de maíz cuyas mazorcas se van desgranando sobre la cuadrícula de sus avenidas agujereadas, sus calles cacarizas y sus callejones al filo de pronunciados acantilados de basura y desolación. Viéndolo bien, la lunática piel de la CDMX quizá no sea más que una advertencia precautoria: todo aquél que cree que avanza en caballo de hacienda, sobre un terso terciopelo de suaves asfaltos, puede de pronto caer en un bache imprevisto, aviso de estercolero y pequeño estanque de podridas aguas estancadas de generación en generación; algo así como soñar que levitas hacia la utopía de una posible transformación, sin fijarte en los cráteres de la corrupción que no se asfalta sólo con palabras o promesas.

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.

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