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Columna
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Antropomorfismo electoral

Debemos prevenir que a la elección del 1 de julio se le asigne un carácter orgánico

José Ramón Cossío Díaz

La elección mexicana del 1 de julio arrojó números amplios y consistentes a favor de los candidatos de la coalición Juntos Haremos Historia. Al integrarse los órganos federales los días 1 de septiembre y diciembre, sus entonces candidatos ocuparán mayoritariamente los cargos de diputados, senadores y presidente de la República, respectivamente. Lo mismo acontecerá en diversas fechas con una amplia cantidad de puestos de representación popular en las entidades componentes del sistema federal. La relación entre lo votado y lo elegido es clara. Salvo los techos y pisos de las sobres y sub representaciones, hay una correlación entre los votos emitidos, los votos computados y los titulares electos.

Hay resultados concretos respecto de cada uno de los cargos competidos, a partir de la suma de votos individuales emitidos para candidatos, fórmulas o listas. El candidato al distrito uninominal X es diputado porque obtuvo más votos que sus competidores; la persona que ocupaba el lugar Y de la lista del partido o coalición en cierta circunscripción es diputado porque recibió un número tal de votos que, transformado en cociente, le permitió ser incluido; la señora Z es senadora porque su fórmula recibió más votos que las demás presentadas en el mismo estado. Más allá de modalidades, lo cierto es que al ser directo, el sistema premió a quien obtuvo más votos que los oponentes, sea en una relación uno a uno (distritos) o en la relación partido o coalición vs partido o coalición (circunscripciones). 

Más allá de esta mecánica, las elecciones suelen producir un sentido en el que el proceso electoral y sus resultados se determinan como algo nuevo y distinto. Donde la suma de votos concretos adquiere una voluntad desindividualizada. "La elección" no es la suma de lo que los votantes expresaron uno a uno, sino un componente nuevo con personalidad y existencia propia. El tránsito se da de un modo sutil y eficaz: “lo que la elección quiso”, “lo que los votos dijeron”, “lo que la democracia quiere”, por ejemplo. Hasta aquí pareciera no haber problema. Podría pensarse que se está ante una forma de economía lingüística para expresar de modo resumido lo que, efectiva y sanamente, podría verse como un resultado electoral. Si el candidato o el partido A propusieron hacer A y vencieron, podría decirse válidamente que “la elección quiso” que se hiciera A. Como recurso de comunicación ordinario, es aceptable transitar de la fragmentación a la unidad. Hay, sin embargo, una posible transformación de ese uso del lenguaje a otro que tiene importantes consecuencias políticas y sociales. 

Estas consecuencias radican en dejar avanzar la metáfora antropomórfica hasta personificar a la elección. De un recurso lingüístico se construye un mito fundacional donde “la elección” termina decidiendo, justificando y legitimando. Los rumbos de acción política quedan sometidos a ese personaje, “la elección”, que sabe y quiere por sí mismo lo que es bueno o mejor para el pueblo, en tanto este mismo, al emitir su voto, la constituyó. El filósofo Johan Huizinga identificó el problema subyacente con el ejemplo de “la Revolución”, al decir que en cuanto se le coloca “una antorcha en la mano y se le deja pasear por encima de una barricada con la boca abierta de par en par, quedará todo el mundo enterado de que la metáfora ha tomado la palabra”. 

En los días por venir, debemos hacer todo lo posible para que la amplia, copiosa y ejemplar elección del 1 de julio se entienda como un ejercicio democrático de elección de personas y proyectos. Debemos precaver para que no se le asigne un carácter orgánico y, mucho menos, suponer que algo nuevo ha cobrado vida a partir de ese día y que a ese algo se le puede hacer hablar para decidir los más dispares rumbos de acción. Las elecciones, es verdad, generan un mandato con respecto a lo ofrecido en competencia dentro de los procesos electorales. Lo que a partir de ahí pueda hacerse tendrá que ajustarse a las normas jurídicas. Peligroso sería que estas fueran desplazadas por lo que “la elección”, cual oráculo, ordenara a cada rato a quienes la interpretarán e irán administrando.

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