Autoindulgencia imperial
Los abogados del presidente de EE UU sostienen el derecho a la autoamnistía para frenar y disuadir a la fiscalía en sus investigaciones sobre las interferencias de Rusia
No es una ocurrencia o una locura. No responde a un impulso irreflexivo. No es parte del delirio digital de sus tuits nocturnos. Trump ha sostenido seriamente la extravagancia de que entre sus poderes presidenciales se cuenta el derecho de gracia sobre sí mismo. Y lo ha hecho por recomendación del equipo legal que se encarga de su defensa ante las investigaciones del fiscal especial Robert Mueller III, nombrado por el Departamento de Justicia para analizar las interferencias del espionaje ruso en la campaña presidencial.
Según su equipo legal, Trump puede interrumpir en cualquier momento la investigación que le afecta, incluso autoamnistiarse en caso de que Mueller pretenda citarle o procesarle por obstaculización de la justicia, al igual que podría destituir al fiscal especial en el momento que considere más oportuno. Los abogados quieren evitar a toda costa la citación judicial, sea ante un gran jurado, sea ante el propio fiscal, pues saben que su cliente es un personaje incontrolable y con un sentido muy volátil de la verdad de las cosas, que fácilmente puede ser pillado en una mentira y, en consecuencia, en perjurio.
El primero en contradecir las ideas de estos abogados ha sido Rudolph Giuliani, el exalcalde republicano de Nueva York, contratado por Trump para encabezar su defensa ante los medios de comunicación. Según Giuliani, una actuación presidencial tal conduciría necesariamente al impeachment, o procedimiento de destitución parlamentaria del presidente, el único instrumento legal que puede terminar con el procesamiento y condena del presidente solo después de haberle desposeído del cargo. Para el exalcalde, el estatuto legal del presidente impide que un juez pueda procesarle o citarle, ni siquiera en el caso de que disparara contra el exdirector del FBI James Comey, destituido por Trump por no haberse plegado a sus exigencias de lealtad en el escándalo del espionaje ruso que los policías federales estaban investigando.
Ejercer el derecho presidencial a perdonarse a sí mismo, equivale a declararse sagrado e inviolable cual monarca absoluto
Estas declaraciones tan peculiares se hacen eco de una de las bravuconadas más célebres de la campaña de las primarias republicanas, en enero de 2016, cuando Trump aseguró que no perdería ni un solo votante si se dedicara a disparar a la gente en la Quinta Avenida. El actual presidente ha actuado siempre como si no hubiera ningún límite a sus caprichos y ocurrencias. A su sentido de la impunidad se le ha añadido ahora el de inmunidad legal que le aportan los argumentos del ejército de abogados que le defiende, de forma que el presidente aparece, en contra de todos los principios y valores constitucionales, como la figura de un monarca absoluto, sagrada e inviolable, exactamente lo que querían combatir los padres fundadores que declararon la guerra al rey inglés Jorge III y condujeron a las 13 colonias a la independencia.
La idea de que el presidente pueda situarse por encima de la ley no es una novedad en el debate político estadounidense y se ha planteado ya en tres ocasiones, con Nixon, Reagan y George W. Bush, pero hasta ahora el presidente se acogía a circunstancias de seguridad nacional, como comandante en jefe del ejército estadounidense. Nixon apelaba a la subversión soviética para arrogarse el derecho a escuchar ilegalmente a sus adversarios. Reagan, a la lucha anticomunista para suministrar ilegalmente armas a Irán, para financiar a la guerrilla contrarrevolucionaria en la Nicaragua sandinista. Y si Bush hizo uso de la tortura legal o limitó los derechos civiles, por encima del poder judicial, fue ante la amenaza que representaba el terrorismo de Al Qaeda. Trump, por el contrario, apela a los poderes presidenciales excepcionales simplemente para defenderse de las acusaciones de favorecer o encubrir a una potencia extranjera que quiso influir en el resultado de las elecciones estadounidenses.
Si es una constante histórica la ampliación de los poderes ejecutivos en circunstancias excepcionales que afectan a la seguridad, especialmente en caso de guerra, no tiene sentido democrático alguno cuando se trata meramente de blindar legalmente al presidente en su provecho como particular. Según algunos comentaristas podría ser, además, gravemente perjudicial como antecedente, pues establecería el derecho presidencial a investigar a sus adversarios por los motivos políticos o personales más rastreros. Sería, en otras palabras, el caso ejemplar del déspota por encima de la ley que utiliza el poder del Estado, y la amolda a la conveniencia de sus propios intereses.
Mueller lleva un año entero en su labor de fiscal, que no es tan solo de investigación e interrogación de testigos, sino también de procesamiento de sospechosos. Hasta ahora ha imputado a 19 personas, 13 de ellas de nacionalidad rusa. Cuatro de los imputados se han declarado culpables y han decidido colaborar para conseguir penas más benignas. Entre ellos se hallan el general Michael Flynn, consejero de Seguridad Nacional de Donald Trump durante 20 días, obligado a dimitir por haber mentido al vicepresidente Mike Pence acerca de sus contactos con el embajador ruso durante la campaña. El último de los imputados es Paul Manafort, que fue jefe de campaña electoral del presidente.
El poder del presidente para obstaculizar la justicia solo fue defendido por Nixon para evitar el ‘impeachment’
Si es difícil que Mueller pueda interrogar a Trump y que pueda llegar a inculparlo, todavía más difícil es que el presidente llegue a ser destituido por el procedimiento de impeachment, iniciado en tres ocasiones anteriores en la historia de Estados Unidos y nunca culminado con la desposesión de la magistratura presidencial. Para que empiece el procedimiento se necesita primero el voto por mayoría simple de la Cámara de Representantes, que ejerce de instructor, y para que sea aprobado hacen falta los dos tercios del Senado, que ejerce de tribunal. Actualmente es inimaginable el impeachment, puesto que el partido republicano cuenta con la mayoría más amplia de la historia desde 1931, con 54 senadores de 100 y 248 representantes en el Congreso de 435.
Las elecciones de mitad de mandato que se celebrarán el 6 de noviembre de este año renovarán la totalidad de la Cámara de Representantes, de forma que esta vez y gracias a la movilización anti-Trump la mayoría se halla al alcance de los demócratas, y con ella la posibilidad de que se apruebe el procedimiento de impeachment; pero es muy difícil, sino imposible, que se revierta la actual mayoría republicana en el Senado hasta alcanzar los dos tercios necesarios para destituir a Trump.
Al final, el destino de Trump estará en manos del partido republicano. Solo la tribalización de la vida política a la que estamos asistiendo permite entender los altos niveles de popularidad que registra Trump todavía entre los votantes republicanos y la falta de reflejos democráticos de los congresistas del partido presidencial. Incluso en el caso de un fuerte castigo en las urnas el próximo noviembre, sin la colaboración activa de los republicanos no habrá forma de deshacerse de la desgracia que se ha abatido sobre Estados Unidos y sobre el mundo. De momento, hay Trump para rato, y a poco que se descuiden los estadounidenses no puede descartarse que aspire con buenas expectativas a un segundo mandato.
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