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Tribuna
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Superman contra Popeye (Gran Estación, Bogotá)

El colombiano que vota al parecer es una especie en vías de recuperación

Ricardo Silva Romero

El colombiano que vota, que al parecer es una especie en vías de recuperación, conoce de memoria este aturdimiento como de boxeador tendido en la lona mientras escucha “¡cinco… seis... siete...!” allá arriba, allá lejos. Habrá que inventarse una palabra para designar este marasmo violento, esta indignación abrumada, que se siente cuando es claro que el favorito de uno no encabezará ya los tajantes resultados de las elecciones presidenciales. Todo se ve irreversible e inútil en ese momento. Vuelve a la punta de la lengua la frase “será irse de Colombia”. Y entonces, como las preguntas y los pésames que preparan para el duelo, los candidatos empiezan a llevar a cabo la desagradecida labor de reconocer las cifras ante las cámaras de los noticieros.

El domingo 27 de mayo, que aún no acaba, ocurrió una de las tardes de elecciones más extrañas de estas décadas. Pronto, menos de dos horas después de cerradas las urnas, fue evidente el mural tan vaticinado por las redes y por las encuestas: no sólo el senador uribista Iván Duque arrasó con el 39% de los votos en su camino a la presidencia de esta república en veremos, sino que el exalcalde de Bogotá Gustavo Petro, que reclama un futuro que resuelva el pasado de Colombia, alcanzó para la izquierda un histórico 25% de la participación, será su rival en la segunda vuelta que se dará el 17 de junio. Digo que fue una tarde “extraña” porque hago parte del inédito 24% que votó por la alianza ciudadana liderada por el exalcalde de Medellín Sergio Fajardo –y le faltó poco para llegar de segundo–, pero quizás la palabra sea “esperanzadora”.

Uno no es capaz de leer entre cifras los fenómenos de la jornada, ni de verles lo bueno a los resultados, porque está en la primera etapa del duelo: el shock. Pero el domingo, mientras el exnegociador de paz De la Calle aceptaba su injusto 2% de la votación pero defendía los acuerdos con las FARC, y el exvicepresidente Vargas acataba su desolador 7% pero pedía respeto por las obras que inauguró en estos años –y era obvio que el electorado no reconocía los dos grandes logros del Gobierno: paz e infraestructura–, fue claro que no son dos sino tres los hechos que dejan estas elecciones: por supuesto, una derecha empujada por el uribismo que sigue siendo mayoría aunque no sea ya la mitad del país, y una izquierda animada por el petrismo que se ha librado del fantasma de la lucha armada, pero también un centro ciudadano con vocación de poder.

De la Calle habló como un gran candidato abandonado por el patético Partido Liberal. Vargas habló como un aspirante fuerte abandonado por la clase política. Y en la plaza del centro comercial Gran Estación, en la Bogotá de clima incierto en donde fue el candidato más votado, Fajardo habló como un buen perdedor que sabe que el siguiente paso no es predicar en vano, ni vanagloriarse en la consolidación de ese modo limpio de hacer política que el exalcalde Mockus inauguró en 1994, sino seguir convocando a los ciudadanos que no creen en el “todo vale” que nos ha traído acá, e insistir en la transformación de esta cultura volteada por el narcotráfico, para ganar las elecciones regionales del próximo año: es hora de que esa tendencia, que la derecha llama “izquierda” y la izquierda llama “derecha”, deje de separarse con cada elección.

Así es. Este fin de semana fue noticia Popeye, el sicario jubilado de Pablo Escobar que se ha vuelto líder de opinión, pero también lo fue un disciplinado ciclista boyacense, Superman López, que a los 24 ha quedado de tercero en el Giro de Italia, y un electorado esperanzador, el más libre de nuestra historia, que ha ido de 13.209.561 a 19.336.134 votantes en apenas cuatro años. Qué extraño y qué bueno.

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