Caracas y el desasosiego como rutina
Nicolás Maduro apuntala el régimen mientras la sociedad venezolana demanda cambios urgentes
En Venezuela la palabra cambio es más una urgencia vital que una noción política como en otras partes del mundo. Está detrás de cada esquina, en las conversaciones, en los deseos, en los ojos de quienes cuentan su historia. Lo es para esa gran mayoría de la sociedad que el pasado domingo decidió boicotear las elecciones como pedían las principales fuerzas del Frente Amplio o votar por Henri Falcón con la esperanza de expulsar a Nicolás Maduro del poder. Pero también, de manera distinta, lo es para todos los que se creyeron la fábula del enemigo exterior, de la guerra económica, los que a pesar de mantener una vaporosa fe en la llamada revolución quieren salir del desastre en el que los metió el régimen.
En las elecciones ganaron los de siempre, los de siempre desde hace 20 años, que ya han comenzado a superarse a sí mismos. Han pasado del chavismo a una suerte de poschavismo. Del “todo por el pueblo” al control del pueblo. El presidente estrenó su nuevo mandato, que se prolongará hasta 2025, con nuevas condenas internacionales y algunos gestos cosméticos que ya vienen siendo habituales después de una votación. Excarceló a 11 directivos de Banesco, la principal entidad privada del país, detenidos desde principios de mayo. Quizá anuncie ahora más liberaciones de presos políticos. Pero también amenazó a líderes opositores, expulsó al principal diplomático de Estados Unidos, detuvo a militares e intensificó el acoso a la prensa.
Lo que ocurra a los venezolanos está supeditado a los designios del régimen y de su traducción parlamentaria, la Asamblea Nacional Constituyente. Sin embargo, los castigos, las broncas, la delirante política monetaria e incluso los gestos de generosidad o las cesiones dependen, en última instancia, de una persona, de Maduro. Este es el horizonte que, a falta de un colapso o una reactivación de la iniciativa de la oposición, contempla la población. Lo ven con gafas distintas las varias almas de la oposición y los militantes chavistas. Pero el paisaje es el mismo.
Tres días antes de los comicios, a la salida del aeropuerto de Maiquetía, una pareja de policías pidió "una colaboración" a dos periodistas que acababan de aterrizar. No, no era un intento de extorsión. Eran limosnas ante una hiperinflación insoportable y unos salarios inverosímiles. El lunes esa situación no había cambiado. Se convirtió, de nuevo, en rutina, en una imagen congelada en el tiempo.
En esa fotografía, en la que los temores y el desasosiego se confunden con la realidad, el tráfico de Caracas sigue fluyendo, aunque cada vez con menor intensidad. Los bares siguen abriendo, aunque el dinero en efectivo sale, poco a poco, de circulación. Las mascotas desaparecieron hace tiempo de las aceras y los parques. Mientras cada día hay caraqueños que abandonan sus casas antes de huir de la misera o del acoso de las autoridades, en la urbanización del Country Club alguien tiene el valor y los recursos para construir una mansión. El kilo de carne continuará compitiendo con el salario mínimo, 2,5 millones de bolívares, menos de tres dólares al cambio no oficial. En los barrios habrá bolsas de comidas de vez en cuando. O no. El agua corriente será una alegría entre los cortes de suministro. Los venezolanos, en definitiva, seguirán esperando.
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