Entre el mole y la sopa Maruchan
El primero de julio muchos electores en México afrontarán la boleta con el ánimo del que toma en mano un menú raquítico
Hace unos años decidí celebrar la noche de año nuevo con la mejor orquesta del momento. Los organizadores cobraban 200 dólares por persona con el pretexto de ofrecer una cena antes del concierto. Anunciaban un menú variado y exquisito. Resultó que la elegante carta ofrecía el equivalente a elegir entre una sopa Maruchan y una Campbells con agua. Y como bebida un Delaware Punch habría sido más apropiado para el brindis de inicio de año que el vino aguado que pusieron en las copas. Me consolé pensando que al final de la cena, el baile compensaría el fiasco del menú.
Dentro de unas horas conoceremos la boleta electoral definitiva con los nombres que disputarán la elección presidencial y he vuelto a recordar el menú de la cena de ese fin de año. Para muchos mexicanos (no es mi caso) la necesidad de elegir su nuevo presidente de una lista que incluye a Andrés Manuel López Obrador, Ricardo Anaya, José Antonio Meade o Margarita Zavala es poco menos que tener que escoger entre el temor, el desengaño y la mediocridad. La Maruchan, la Campbells o el caldo de menudencias de pronóstico reservado para la salud. Con el agravante de que la sopa que se elija habrá que engullirla durante los siguientes seis años y sin baile concierto que compense la reiteración.
Se dice, y con razón, que los ciudadanos del mundo muestran una creciente desconfianza por la democracia. Y cómo no va a ser de otra manera con los Trump y los Berlusconi, o con los escándalos de corrupción en los que incurren una y otra vez los que llegaron al poder por el voto de los ciudadanos.
Para los mexicanos, como para muchos otros pueblos, la jornada electoral ofrece los únicos cinco minutos de democracia (es un decir) que tiene a su disposición el ciudadano. Luego, la clase política volverá a secuestrar el poder durante años, hasta que vuelva a ejercer otro momento “democrático” cuando se le presente de nuevo un menú cerrado de donde elegirá a ese que confiscará el poder otros seis años. Pero incluso ese breve instante “democrático” es muy cuestionable cuando el menú consta de cuatro platillos que a tanta gente deja indiferente (insisto, no es mi caso).
Por décadas no hubo mas que de una sopa y esa fue la del PRI. Luego en 2000 y 2006 optamos por la opción del PAN que terminó siendo un caldillo aguado e insípido. En 2012 los votantes optaron por regresar al PRI con el ánimo de aquel que tras una intoxicación severa decide dejar un alimento durante años y un día considera que ya puede volver a tomarlo, solo para descubrir que sigue siendo igualmente tóxico. Ese fue Enrique Peña Nieto y el decepcionante regreso del partido de siempre.
El primero de julio muchos electores afrontarán la boleta con el ánimo del que toma en mano un menú raquítico. Un guisado que produce empacho (el PRI), una sopa aguada recargada con cubito Knorr Suiza (el PAN de Anaya), un potaje insípido reciclado de hace tres días (Margarita Zavala) y un mole picante de efectos digestivos inciertos (Andrés Manuel López Obrador).
Con un agravante. Se estima que la fragmentación del voto provocará un triunfo con un porcentaje de apenas un 40% del sufragio. Es decir, alrededor de 60% de los mexicanos tendrán un presidente por el que no votaron. En otras palabras, el menú es raquítico y, para colmo, la mayoría de los ciudadanos tendrá que tragar durante seis años un platillo que ni siquiera quería.
El problema, desde luego, no es de los que organizan la fiesta sino el de los que aceptamos una cena fraudulenta. La única democracia posible es aquella en la que los ciudadanos ejerzan su derecho a participar en la cosa pública de manera continua y más allá del efímero espejismo de una jornada electoral. No nos quejemos del monopolio de poder que ejerce la clase política si pegamos el grito en el cielo cuando los ciudadanos toman Paseo de la Reforma para protestar tras una elección fraudulenta. Pero esa es otra historia (que esperamos no volver experimentar).
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