El invento de la infancia sin cuerpo
¿Qué hay de tan amenazador en un hombre desnudo junto a un niño?
Cuando publiqué la entrevista a Wagner Schwartz, la primera que concedió tras ser atacado como “pedófilo” después de realizar una performance en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, seguí de cerca los comentarios de los lectores. Un gran número de intervenciones admitían que no era un pedófilo, pero afirmaban que era inaceptable que un niño tocara a un hombre desnudo, aunque estuviera acompañado de su madre, aunque fuera en público y aunque fuera en un contexto artístico. El uso político y posiblemente planeado de ese episodio por parte de las milicias de odio de internet ya es bastante conocido. Pero ¿por qué millones de personas se unieron al linchamiento digital de Wagner y más de un centenar lo amenazaron de muerte? ¿Qué molestó tanto a esas personas, hombres y mujeres que nos encontramos a diario en el ascensor o en el supermercado y que todo indica que no son particularmente malas?
Se hizo evidente que lo que les molestaba era el cuerpo desnudo de un hombre y que un niño lo tocara. La violencia no se justifica. Los ataques son inaceptables y dejaron secuelas. Pero es necesario entender qué es tan insoportable para estas personas, las que no son robots ni miembros de las milicias de odio, hasta el punto de que se transforman en linchadoras.
Entre las varias reacciones a la publicación de la entrevista, una me llamó la atención: “¡Con ponerse una bermuda bastaba!”.
¿Qué se solucionaría allí —no en el escenario, sino en la cabeza de la persona que hizo ese comentario, al igual que en la de tantas otras— con una bermuda? Sí, la bermuda escondería que el hombre tiene pene. O escondería el pene del hombre. Y, para esas personas, el cuerpo de un hombre desnudo, por lo tanto, con pene, sería amenazador para un niño, aunque no existiera nada amenazador en ese contexto.
Pero ¿qué amenaza, de hecho, un cuerpo desnudo de un hombre en el mismo espacio que un niño?
Quizás una idea de infancia. O el concepto de lo que hoy es un niño. Como sabemos, la infancia no es algo que haya existido siempre. Los niños han existido, obviamente, pero lo que entendemos por infancia es un concepto reciente en términos históricos. Basta recordar que muchos de nosotros tuvimos abuelos que trabajaron en el campo desde muy temprana edad y que se casaron a los 12, 13 años. Y solo no se casaban antes porque el hecho de casarse estaba relacionado al embarazo. Por lo que había que esperar a que a la mujer, no a la niña, le viniera la primera regla.
A menudo, las personas que visitan pueblos indígenas o comunidades ribereñas de la Amazonia se sorprenden con la diferencia de lo que es ser un niño para estos pueblos y comunidades. La primera sorpresa suele ser el hecho de que niños y niñas manejen cuchillos, en general bastante grandes, en su día a día. Hacen casi lo mismo que hacen los adultos. Nadan solos en el río, escalan árboles altos, saben encender un fuego y cocinar, cazan y pescan. Aprenden con los adultos y con los niños mayores.
No es que no tengan cuidado con los niños, sino que el cuidado tiene otras expresiones y significados, obedece a otro entendimiento de vida, que varía de pueblo a pueblo. Unos días atrás, un amigo estaba en una aldea indígena y vio que un niño pequeño estaba encendiendo el motor de una barca. De inmediato avisó al padre que su hijo estaba tocando algo que podría ser peligroso. El padre se limitó a contestar, devolviéndole la sorpresa: “Pero si es su motor”.
Se puede concluir que, en esta aldea, para este pueblo, al igual que en otras comunidades que viven una experiencia diferente de ser y de estar en el mundo, ser niño es otra cosa. Lo que quiero destacar aquí es que nada viene dado y determinado en el campo de la cultura. La infancia la inventó la sociedad occidental y la sigue inventando día tras día. No existe ninguna determinación más allá de la experiencia de una sociedad —y de los varios conflictos e intereses que determinan esa experiencia— sobre lo que es ser niño.
La sociedad actual se esfuerza para borrar el hecho de que los niños tienen cuerpo
En la actualidad, en la sociedad occidental, hay que proteger a los niños de todo. Pero no solo eso. Se produce un esfuerzo para borrar el hecho de que los niños tienen un cuerpo. No un cuerpo para el sexo. Sino un cuerpo erotizado, en el sentido que los niños y niñas tienen placer con su propio cuerpo, tienen un cuerpo con el que experimentan.
El hecho de borrar el cuerpo de los niños se introduce en las entrañas de la vida cotidiana y también en el lenguaje. Yo misma solía escribir en mis textos: “hombres, mujeres y niños han hecho tal cosa o están sufriendo tal cosa” o cualquier otro verbo. Hasta que una amiga me llamó la atención que los niños tienen sexo, y yo los estaba castrando en mi texto. Entonces pasé a escribir: “hombres y mujeres, adultos y niños...”. Estoy contando esto solo para mostrar que rápidamente internalizamos una percepción general como si fuera un dato de la naturaleza y, en la medida que la asumimos como hecho, paramos de cuestionarla.
Cuando los adultos intentan borrar el cuerpo de los niños, les crean un gran problema a los niños. Y a ellos mismos. Los niños tienen sexualidad, es un hecho. No es una elección ideológica. Esa experiencia forma parte de nuestra especie y de otras. Cualquier persona que tenga hijos sanos o siga de cerca el desarrollo de niños pequeños sabe que se tocan, se masturban, juegan con los amigos, descubren que sus pequeños cuerpos pueden darles placer. Y esta experiencia es fundamental para una vida adulta responsable y placentera en el campo de la sexualidad, que respete el cuerpo y el deseo del otro, al igual que su propio cuerpo y deseo.
Cuando los adultos intentan borrar el cuerpo de los niños, les crean un gran problema a los niños
Cualquier adulto que no haya reprimido la memoria de estas experiencias con su cuerpo se acordará de ellas si es honesto consigo mismo. Quien tiene cuerpo tiene sexualidad. Lo que no puede haber es violencia contra esos cuerpos.
Entonces, ¿por qué el cuerpo desnudo de un artista se volvió amenazador no para la madre ni para la hija que lo tocaron, ni para los varios otros participantes de la performance, sino para quien solo vio esa escena en un vídeo en internet y la identificó como una violencia, y no cualquier violencia, sino la que se decodifica como la más monstruosa de todas, la pedofilia?
Podríamos pensar en lo obvio. La infancia se idealiza. Parece que los adultos de hoy necesitan mantener a los niños como un ideal de pureza, protegidos de los males del mundo. Esa construcción tiene sentido, aunque continuamente los niños vean películas, series y juegos con mucha violencia, y aquí no estoy juzgando si eso es bueno o no. Solo puntúo que parece que los adultos entienden que a los niños no hay que protegerlos de todo. Pueden ir al colegio en coches blindados, del muro de casa al muro de la escuela, en la actual vida entre muros. Pero, a la vez, sin poner sus cuerpos en riesgo, pueden arriesgarse en juegos peligrosos en las tabletas y móviles. La cuestión, por lo tanto, está en los cuerpos.
Aquí vale destacar algo importante. No deben protegerse todos los niños: solo los “nuestros”. Los niños de los “demás” pueden, por ejemplo, estar en el semáforo pidiendo limosna o haciendo malabarismos con pelotas sin que eso cree demasiada incomodidad. Podemos recordar un episodio que ocurrió el año pasado en el centro comercial Pátio Higienópolis, en São Paulo, en el que un hombre blanco sentado en la mesa de una cafetería con un niño negro fue abordado por una guardia de seguridad, también negra: “Señor, ¿este niño lo está molestando?”. Tenía órdenes de no dejar que mendigos molestaran a los clientes.
No deben protegerse todos los niños: solo los “nuestros”
El niño era hijo de ese hombre, y aunque fuera con el uniforme de la escuela, lo vieron como un niño indeseado debido a su color de piel. O lo vieron como un no niño, si pensamos en el modelo de idealización. Ese niño se podría simplemente echar a la calle, fuera del centro comercial, si estuviera molestando al hombre blanco. Y siempre pienso en esa guardia de seguridad, que también era negra, y cómo debe de haber sido duro para ella y para la niña que fue, así como para la adulta en que se convirtió, presionada a cumplir ese tipo de orden contra sí misma.
También pienso en qué sucedería si fuera al contrario: un hombre negro con un niño blanco que llevara puesto el uniforme de uno de los colegios más caros de São Paulo. Quizás la guardia fuera llevada a pensar que el hombre negro había secuestrado al niño o estaba abusando de él. Y todavía tenemos que pensar en cómo podemos creer que es legítimo que los “mendigos” no puedan compartir el espacio de un centro comercial. Como si el problema fuera solo la equivocación, el hecho que aquel niño no fuera un mendigo. En resumen: la mirada sobre los cuerpos está determinada por la política de los cuerpos.
Hay niños que, por su raza y clase social, no son niños para aquellos que ostentan el poder y los privilegios. Para estos niños, la infancia todavía no se ha inventado. O solo se ha inventado en leyes como el Estatuto del Niño y Adolescente, que la bancada de la bala y de la biblia del Congreso de Brasil se esfuerza de manera persistente en derribar. Hay niños —como los episodios de Río de Janeiro nos muestran de forma pródiga— a quienes se les puede explosionar la cabeza con una bala “perdida” de la policía. Podemos concluir que, en el sentido común, la infancia no se ha inventado para todos los niños.
Hay niños que, por su raza y clase social, no son niños para aquellos que ostentan el poder y los privilegios
Es evidente que la niña que, junto a su madre, participó en la performance del museo, sabía que aquel cuerpo era de un hombre desnudo. Si no lo supiera, entonces sí que tendríamos que preocuparnos por la niña, porque estaría dejando de reconocer la realidad del cuerpo del otro. Al jugar con el cuerpo del artista, convertido allí en uno de los “animales” de la obra consagrada de Lygia Clark, la niña no tuvo miedo de que la atacara. No solo estaba segura, sino que un cuerpo de hombre desnudo no era sinónimo de violencia o de amenaza de violación. Y no fue porque la niña era tan pura, que no se dio cuenta de que el hombre estaba desnudo, o porque era tan pura que no tiene vagina, sino porque no hace la sinapsis delirante de que un cuerpo desnudo es sinónimo de violencia. Sin contar que estaba en público y acompañada de su madre. Si para aquella niña el cuerpo desnudo de un hombre fuera de inmediato un alerta de que sería violada, habría que preocuparse —y mucho— por su salud mental.
Conozco a niños que tendrían un sobresalto con el cuerpo desnudo de un hombre. Y conozco a niños que también tendrían un sobresalto con el cuerpo desnudo de una mujer. O que se quedarían paralizados. Son niños que han sufrido abusos por parte de adultos. En general, sus padres, tíos y padrastros, pero también sus madres y tías. Con menos frecuencia, extraños. La mayoría de los casos de violencia sexual contra niños y adolescentes, como está demostrado, son casos de incesto. Y suceden dentro de lo que la bancada de la biblia defiende que es una familia “como Dios creó” y, por lo tanto, la única aceptable: la de un hombre con una mujer. No es juicio de valor, es un dato estadístico. En todas las clases sociales.
La niña que participó en la performance con su madre no sufrió violencia sexual. La violencia que sufrió fue la de haber sido expuesta en internet como víctima de pedofilia. Esta posiblemente la marcará de alguna forma. Igual que marcó al artista y a la madre de la niña. Hay otra pregunta, también bastante obvia, pero no por eso menos importante. ¿Las personas que se escandalizaron y, a continuación, atacaron al artista, creen que ellas mismas, si estuvieran desnudas con un niño, serían capaces de violarlo? ¿Es eso lo que temen? ¿Es el miedo a lo que les ronda en su interior lo que las transforma en linchadoras? ¿Es de sí mismas que quieren proteger a los niños?
Hay que darse cuenta de cuán absurda —e incluso violenta— es la idea de que un cuerpo desnudo de un hombre sea sinónimo de violencia sexual. ¿Bastaría que un hombre estuviera desnudo para que, inmediatamente, atacara al niño que estuviera más cerca, como si fuera la condición de todos los hombres? Si eso fuera verdad, ¿una bermuda o cualquier otra prenda impediría la violencia? ¿Alguna vez alguna violencia se ha impedido porque alguien no ha conseguido ejercerla debido a la ropa? ¿No es justamente la ropa un gran objeto de fetiche sexual en la sociedad de consumo?
Hay que darse cuenta de cuán absurda es la idea de que un cuerpo desnudo de un hombre sea sinónimo de violencia sexual
Todas estas preguntas me parecen importantes y exigen respuestas honestas e investigativas. Pero hay algo más. La psicoanalista Ilana Katz, que tiene una amplia experiencia clínica con niños, hizo una reflexión muy precisa en el programa Café Filosófico, de la TV Cultura. Señaló que podemos estar ante un momento de transformación de la idea de infancia. La famosa frase de Freud —“su majestad, el bebé”— puede que ya no sea suficiente para explicar una transformación más reciente. La frase expresa la idea del hijo como centro de la inversión familiar, lo cual somete al niño a la posición de objeto de realización del deseo del padre y de la madre. Algo como: “Mi hijo será todo lo que yo no soy”.
En esta posición, el niño determina toda la inversión emocional y financiera de la familia, lo cual lo coloca en un lugar bastante insoportable, porque es demasiado pesado: el de tener que sustentar el deseo o la realización de los padres. Es mucho no solo para un pequeño cuerpo, sino para cualquier cuerpo. Y, así, los niños sufren bastante, empezando por el peso de una agenda llena de clases para tener las habilidades que los conviertan en mejores que los demás, o los conviertan en lo que sus padres no pudieron ser. O, mejor dicho, que se conviertan en lo imposible. Algo expresado en una frase continuamente escuchada de boca de muchos padres: “Solo quiero que mi hijo sea feliz”.
¿Solo?
Sin embargo, con el cambio que ha traído internet y todos los juguetes tecnológicos que la siguieron, se establece una nueva relación. No es que el niño como objeto narcisístico haya dejado de existir, al contrario. Solo hay que mirar alrededor para comprender que es una idea bastante activa. Pero existe otra relación que se ha puesto en movimiento con la transformación tecnológica.
Es frecuente que el padre y la madre estén en el mismo espacio físico que su hijo, pero cada uno jugando con su tableta o móvil o cualquier otra cosa. Allí, pero hablando con otras personas. “Les transmitimos algo a nuestros hijos cuando estamos de cuerpo presente y cabeza ausente a su lado. Estamos allí, pero gozamos en otro lugar”, dice Katz.
“Les transmitimos algo a nuestros hijos cuando estamos de cuerpo presente y cabeza ausente a su lado”
En este lugar, el de las conversaciones digitales, también hay personas a las que valoramos. Pero ni nosotros estamos allí con nuestros cuerpos, ni ellas están allí con sus cuerpos. “La idea de que estemos allí, al lado de nuestros hijos, de cuerpo presente pero gozando en otro lugar —mira la película mientras yo finjo que hablo contigo sobre ella y respondo a los ocho correos del trabajo que me todavía me faltan—, va tejiendo una manera de estar con el otro para cada uno de nosotros, y para el niño también”, señala la psicoanalista. “¿Qué le transmitimos a ese niño sobre estar con el otro? ¿Qué es para él estar con el otro? ¿Qué lugar ocupa el cuerpo?”.
A partir de esta observación, me pregunto qué sucedió en el museo y fuera del museo. Aquella madre y aquella hija estaban allí con sus cuerpos. Compartían una experiencia, la de participar en una performance artística. Allí había otro cuerpo, el del artista, que también estaba presente. Eso es, a fin de cuentas, una performance. Algo que sucede con cuerpos presentes.
Pero había alguien, la persona que hizo el vídeo, que quizás no haya soportado estar allí con su cuerpo, tanto que necesitó poner una cámara entre su cuerpo y los otros cuerpos. Entonces hizo la “denuncia”, al subir el vídeo a internet. Pero lo subió no como lo que era, una experiencia de cuerpo presente, una experiencia de compartir el espacio, sino que lo subió como lo que no era, el fragmento de un vídeo, una imagen de cuerpos, pero sin los cuerpos.
¿Qué estaría denunciando esta persona? ¿Qué la horrorizó tanto? Quizás el hecho de que todavía es posible estar con nuestros cuerpos presentes y compartir una experiencia, sin que esa experiencia sea una violencia.
O quizás el descubrimiento de que, sí, los cuerpos existen. Tenía que destruir el cuerpo que tuvo la osadía de ofrecerse a los demás como objeto lúdico. Tenía que destruir al artista y también culpar a la madre por creer que se puede tener una experiencia de cuerpo presente. Así como tenía que convertir en víctima a una niña que no era víctima.
Ante el asombro de que sea posible que haya cuerpos presentes sin violencia, era necesario convertir el suceso en violencia, denunciando una violencia que nunca existió. Y entonces, sí, violentar los cuerpos.
Esta es una parte. Hay otras. Quizás la más interesante sea la de que empezamos a tener una dificultad de otro tipo con nuestros cuerpos y, por lo tanto, también con la sexualidad y con el erotismo, que es lo que nos lleva a tener contacto con el otro. Claro que podemos contar la historia de la humanidad también como la historia de sexualidad o la historia del control sobre los cuerpos. Sin embargo, hay algo nuevo, que es la posibilidad de estar con el cuerpo en un lugar y la cabeza en otro.
En el mundo de los sin cuerpos, el cuerpo del otro se ha convertido en una amenaza
En el mundo de los sin cuerpos, en el mundo en que cada vez más se goza sin la experiencia de compartir los cuerpos, el cuerpo del otro quizá se haya convertido en una amenaza. El cuerpo del otro nos amenaza con el toque, que no es el del aviso de mensaje en el Whatsapp. Y, así, cualquier posibilidad de encuentro entre cuerpos no es encuentro, sino violencia. Y entonces, como sucedió en el episodio del museo, ponemos nuestros cuerpos en la calle, pero solo para destruir los otros cuerpos. Los cuerpos como un contra, no un junto.
En esta deformación, también hay un esfuerzo para eliminar penes y vaginas de la representación de los cuerpos en los libros didácticos y también en cualquier representación de la infancia. Como si las posibilidades tecnológicas que permiten manipular y retocar las imágenes sirvieran también para eso. En el campo de la educación, es la escuela sin pito. También como representación, estamos amputando y mutilando los cuerpos humanos. Y pronto los niños quizás solo tengan fantasmagorías para decir de sí mismos. No es casualidad que tantos niños y adolescentes se sientan sin contornos, la experiencia de tener cuerpo como algo insoportable. E insostenible.
Son dos categorías. Una se da por las relaciones de placer del niño con su cuerpo durante la infancia. Otra, completamente distinta, es convertir al niño en un objeto sexual para adultos. Parece que muchos confunden una cosa con la otra, tomando lo diferente como lo mismo. Suprimir el cuerpo de los niños de la concepción de infancia parece ser una nueva modalidad de violencia.
Suprimir el cuerpo de los niños de la concepción de infancia parece ser una nueva modalidad de violencia
Los que violentaron la performance del museo saben que los niños tienen cuerpo. Y que los cuerpos infantiles sienten placer también erótico. Y eso es natural. Cabe a los adultos encontrar límites ante esa realidad.
Lo que debe preocuparnos es otro hecho: el de que los adultos actuales se sienten tan frágiles, tan incapaces de ponerse límites ante esta percepción, que necesitan eliminar la dimensión erótica del cuerpo de los niños para que no se sientan impelidos a atacarlos. En este sentido, la posibilidad tecnológica de vivir una vida sin cuerpos con nuestros juguetes digitales ha estimulado un nudo que está mucho más arraigado. Exactamente porque la vida humana sin cuerpo solo es una fantasía. Y una fantasía bastante desesperada, como demuestra el suceso del museo.
Y es también por eso, por el miedo a los cuerpos, que el debate está interrumpido. Enseñar a tener miedo del cuerpo del otro, enseñar que la experiencia con el cuerpo del otro es siempre una violencia, enseñar a castigar a quien intenta romper el muro entre los cuerpos, son lecciones que estamos dando a los niños. Y con la excusa perversa de protegerlos.
Al inventar una infancia sin cuerpo, o con miedo del cuerpo, los adultos de hoy son pésimos creadores de futuro.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas. Web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.
Traducción: Meritxell Almarza
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.