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Inmigrante y discapacitado, cuando el sueño de Yoro se hizo pesadilla

Tener una minusvalía, salvo que implique riesgo para la vida, se convierte en una doble dificultad para obtener la residencia en España

Jesús A. Cañas
Yoro llegó a España en los noventa y su discapacidad le impidió obtener la residencia permanente.
Yoro llegó a España en los noventa y su discapacidad le impidió obtener la residencia permanente. Juan Carlos Toro (EL PAÍS)

Tres sueños traía en su maleta el senegalés Yoro Mbaye cuando, en 1993, llegó a Cádiz: “Yo quería conseguir la residencia, tener hijos y jugar al fútbol”. Un cuarto de siglo después de aquello, Mbaye enumera sus deseos de juventud entre la pesadumbre y la resignación. Tiene 51 años e, inmerso aún en una maraña burocrática, todavía pelea duro por conseguir la primera de sus aspiraciones. A las otras, directamente ya renunció. En el camino, una discapacidad mental sobrevenida convirtió su lucha en una pesadilla: “Puede que haya casos más graves que el mío, pero lo que he vivido en mis carnes me ha hecho un daño que no puedo olvidar”.

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Yoro es uno de los inmigrantes discapacitados que nada más llegar a España se topan con una doble dificultad: lidiar con su minusvalía mientras se resuelve su proceso de regularización de residencia. ¿Cómo es su periplo? De entrada, las leyes españolas son claras, como resumen desde el Ministerio de Empleo: “La condición de tener una discapacidad no es un elemento que condicione la obtención o denegación de las mismas”. Tanto es así que ni siquiera existen estadísticas oficiales que cuantifiquen cuántos de los recién llegados al país sufren una discapacidad.

“Con esto lo que la administración pretende es evitar el presunto efecto llamada. Y eso que, dentro de Europa, España es de los países más acogedores”, reconoce Luana Ventre, abogada de la asociación de ayuda al inmigrante CEAin, radicada en Jerez de la Frontera. Cada año, la letrada asesora a decenas de extranjeros afectados con distintas discapacidades que intentan regularizar su residencia en el país, como es el caso del propio Yoro. Para ellos, la ley plantea tan solo dos resquicios burocráticos que suelen resultar insuficientes: uno destinado a los dependientes y otro a los que se vean afectados por una grave enfermedad sobrevenida.

Yoro en una calle de Jerez de la Frontera.
Yoro en una calle de Jerez de la Frontera.Juan Carlos Toro

Si la persona con discapacidad depende de otra que ya resida o lo vaya a hacer en España, puede optar a la reagrupación familiar (en caso de hijos propios, adoptados o de su cónyuge) más allá del límite de los 18 años establecido, siempre que “no sean objetivamente capaces de proveer a sus propias necesidades debido a su estado de salud”, detalla el Ministerio. Pero todo se complica si el minusválido es dependiente de alguien en situación irregular o, directamente, no depende de nadie pero no está capacitado para trabajar. “Ahí si no tienes dinero —como mínimo hacen falta 25.000 euros para conseguir el visado de residencia no lucrativa— no hay nada que hacer, no sirves. Es una incongruencia cruel porque si tienes una prestación en tu país de origen, ¿para qué vas a venir?”, reconoce Ventre.

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El senegalés Yoro llegó en 1993 con un visado expedido por la Embajada de España en Dakar. “Eran otros tiempos”, tercia con su voz calmada. Como autónomo, empezó a trabajar como vendedor ambulante y, para 1999, consiguió un permiso de residencia renovable por un año. La suerte le sonreía y aprovechó para ir de vacaciones a Senegal y casarse allí, antes de regresar. Fue la última vez que pudo visitar a su familia. En 2002 un duro golpe cambió su vida: una lesión en la mano le impidió seguir trabajando y renovar sus papeles.

“Empecé a arrastrar una depresión tan fuerte que acabé ingresado en el hospital psiquiátrico de Jerez”, reconoce. Los médicos le detectaron esquizofrenia. “La enfermedad me la provocó estar sin papeles y sin familia”, asegura Yoro. Su mujer acabó separándose de él, ya que ni él podía salir de España ni ella podía viajar aquí. Pese a todo, el senegalés regresó al trabajo con la ayuda de su hermano mayor Amadou, también residente en Jerez. En 2011 consiguió que le reconocieran una discapacidad del 65% y una pensión de 368 euros al mes.

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Fue entonces cuando Yoro, ya incapacitado y en trámite de regularizar su situación, intentó agarrarse al segundo supuesto que la ley da para los discapacitados, que trasciende la mera minusvalía y hace referencia a la enfermedad sobrevenida como una razón humanitaria; implica un permiso temporal anual, siempre que se pueda acreditar que el padecimiento sea grave, que la asistencia no sea accesible en el país de origen y que, si no se recibe tratamiento o éste se interrumpe, implique “un grave riesgo para la vida”. Ahí es cuando Ventre se muestra tajante: “¿Qué es ese criterio? ¿Acaso no es un riesgo no tener derecho a una vida digna?”.

La letrada de CEAin recuerda casos como los de un empleado del hogar de Bolivia que, empujado por la persona mayor a la que asistía, se rompió una pierna. La familia le despidió y “se vio con una discapacidad del 30%, 50 años, sin haber cotizado lo suficiente y sin papeles”. De 2011 a 2017, hasta 4.086 personas han conseguido en España un permiso temporal por enfermedad sobrevenida, según datos del Ministerio. Una de ellas, en 2012, fue la de Yoro, quien pudo acreditar tanto la dolencia que padecía como la pensión que tiene para sostenerse.

Pero lo cierto es que no es fácil demostrar que una dolencia sobrevenida implica riesgo para la vida. Justo este peligro se cernía sobre Ihab Ettalib cuando, siendo un niño de nueve años, cruzó la frontera de Melilla desde la cercana Nador (Marruecos) que le vio nacer. Los médicos de su país le detectaron un cáncer en la pierna. Le operaron para extirparle el tumor, pero “regresó”, como él mismo relata hoy ya con 20 años. Sin pensárselo, cruzó la frontera para recibir tratamiento en la ciudad autónoma, y acabó en el hospital Carlos Haya de Málaga, donde le tuvieron que amputar la extremidad.

Ihab Ettalib durante un partido de la Selección Española de Amputados.
Ihab Ettalib durante un partido de la Selección Española de Amputados.Cedida por Ihab Ettalib

“Fue complicado pasar todo eso sin la familia, pero me trataron superbien y salí adelante”, reconoce el joven en referencia a su estancia en Melilla, a donde regresó tras la operación y permaneció hasta la mayoría de edad. Alentado por la formación que necesitaba para conseguir un posible trabajo de cocinero en Melilla, Ettalib dio el salto a la escuela de hostelería Fernando Quiñones, en Cádiz, para estudiar el grado medio de cocina. 

Sin embargo, su discapacidad no le evitó los problemas a los que los menores extranjeros no acompañados se enfrentan para mantener su estancia más allá de los 18 años: “Cuando los cumplí, fue como si no me conocieran. Empecé de cero”, asegura. Ya en Jerez, la asociación Voluntarios por Otro Mundo le dio acogida, manutención y finalmente consiguió gestionarle la residencia permanente. Mientras, Ettalib se implicó en el deporte, se enroló en la Selección Española de Amputados y comenzó a estudiar danza. 

Hace algo más de un mes, se marchó a Bilbao para buscar trabajo. “Al venir a Andalucía, me revisaron la discapacidad y el porcentaje me lo bajaron del 67% al 42%, por lo que me quedé sin una ayuda que tenía”, relata el joven en conversación telefónica, quien de momento ha aparcado momentáneamente sus aficiones para centrarse en el futuro. Ahora, en el País Vasco, sueña con trabajar y continuar con sus estudios de cocinero para forjarse un futuro estable en España. 

Pese a su calvario, Yoro tampoco contempla rendirse y se muestra confiado en que este 2018 sea, por fin, el año en el que consiga un permiso estable de residencia. Sería una victoria, por él y por tantos inmigrantes discapacitados que se ven inmersos en vorágines burocráticas similares a la suya. Ventre intentará alegar que, en el caso del senegalés, concurren circunstancias excepcionales de arraigo social: “Y confiamos en que ya sí pueda ser”. Mientras, Yoro se muestra prudente y prefiere no hacer planes con lo que hará cuando tenga sus papeles: visitar a su familia en Senegal, viajar o, simplemente, descansar. “En estos 25 años he perdido muchas cosas y eso ya no se puede recuperar. Pese a eso, no niego lo que España me ha dado, ésta ya es mi casa”, sentencia emocionado. 

Sobre la firma

Jesús A. Cañas
Es corresponsal de EL PAÍS en Cádiz desde 2016. Antes trabajó para periódicos del grupo Vocento. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Sevilla y es Máster de Arquitectura y Patrimonio Histórico por la US y el IAPH. En 2019, recibió el premio Cádiz de Periodismo por uno de sus trabajos sobre el narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar.

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