¿Latinoamérica trumpista?
La actitud ante Venezuela del presidente de Estados Unidos hace que “sea admirado incluso por algunos de sus críticos”
¿Latinoamérica se está volviendo trumpista? Si sigues y concuerdas con el argumento del reciente artículo de Brian Winters, The truth about Trump and Latin America (La verdad sobre Trump y América Latina) publicado en la revista que dirige, el Americas Quarterly, eso es lo que está pasando.
Es un artículo que deja una sensación grata a quienes analizan América Latina desde la perspectiva de una hoja de cálculo y otra opuesta a los demás. Está escrito con la cínica levedad que supuestamente señala a quienes conocen al mundo tal como es, con algunos de los trucos retóricos del caso (“hace un mes, me senté para escribir una columna incendiaria. Hombre, qué bien se sentía. [...] Pero había un pequeño problema… [El argumento] no era realmente verdadero… así que no la publiqué”).
¿Qué “no era realmente verdadero”? Que la potencial deportación de 200.000 salvadoreños iba a provocar “un grave daño a las relaciones diplomáticas en la región”, por ejemplo, y que “las imágenes de latinos sollozantes arrancados a la fuerza de sus familias” iba a disminuir todavía más la desbarrancada popularidad estadounidense en el hemisferio.
¿Y qué es entonces verdadero? Según Winters, que las relaciones diplomáticas de Washington con la región están bien, que, de hecho, la “región se está moviendo hacia una visión trumpista del mundo [worldview]”.
¿Ejemplos? La elección del billonario Sebastián Piñera en la presidencia de Chile. Y no solo porque entre ricos se entienden, sino, argumenta Winters, Piñera también aboga por reprimir la inmigración de Haití y Venezuela. Cierto que no es posible un muro porque Chile tiene 3.200 millas de frontera (y tampoco hay mexicanos para pagarlo, digo, aunque la cordillera andina y el desierto de Atacama algo ayudan a la Weltanschauung trumpiana).
Hay otro ejemplo, al lado. Mauricio Macri, otro millonario, menos mal, que, “según es fama, jugó golf con Trump en los ochenta”, lleva firmemente a Argentina hacia la derecha. En el Perú, Pedro Pablo Kuczynski, “que hizo su fortuna en Wall Street, considera Nueva York su segundo hogar y habla, me dicen, frecuentemente por teléfono con Trump” (bueno, así se explica…).
En la ola actual de elecciones, Winters encuentra otras buenas noticias. En Costa Rica, un predicador evangélico disputará la presidencia en segunda vuelta, para asegurar que los ticos no permitan el matrimonio homosexual. Costa Rica será pequeña, pero ¿y Brasil? Jair Bolsonaro sería el aliado soñado por Trump. Bolsonaro, refiere admirativamente Winters, “dijo a una audiencia de banqueros la semana pasada que él enfrentaría la violencia en la mayor favela de Río de Janeiro volanteando desde helicópteros un ultimátum a los criminales a salir dentro de las siguientes seis horas; y luego mandaría a la policía a que entre a matar a los criminales que se hayan quedado. Lo ovacionaron de pie”. A Rodrigo Duterte lo hubieran sacado en hombros.
¿Y López Obrador? Que se sepa, no es multimillonario ni ha jugado golf con Trump. Winters no pierde las esperanzas. “No puedo sino pensar que al final se llevarán bien. Ambos son nacionalistas [...], es por lo menos posible que su compartido disgusto con respecto al TLC los pueda conducir a un acuerdo mutuamente aceptable”.
Su actitud ante Venezuela, escribe Winters, hace que Trump “sea admirado incluso por algunos de sus críticos”. Su “claridad y disposición a actuar ha sido ampliamente apreciada, aunque no esté claro si será útil o no”. Creo que si hay alguien que le prende velitas al retrato de Trump, es Maduro, a quien ha regalado el pretexto de la defensa nacional cuando terminaban de caérsele los últimos harapos de disfraz ideológico para revelar al tirano cleptócrata que destruye su país mientras prospera el crimen organizado.
Alguien debería contarle a Winters que si Calígula estuviera aposentado en el salón oval de la Casa Blanca, buena parte de los grupos de poder latinoamericanos nombrarían a por lo menos un caballo en sus Gabinetes ministeriales y a otro en sus directorios. Ahora maltratan el golf y ordenan comida chatarra.
Latinoamérica es mucho más compleja que las clases dirigentes que no tiene. Pese al escepticismo que refleja el latinobarómetro, las democracias superficiales y frágiles que sucedieron a las dictaduras de la última parte del siglo pasado hicieron progresar a sus naciones, disminuyeron la pobreza y crearon o aumentaron una clase media que transita ahora por la promesa y los peligros propios de la adolescencia.
Claro que América Latina padece tremendos problemas. La criminalidad organizada es quizá el mayor de estos. Como las epidemias de causa desconocida de antaño, surgen demagogos como Bolsonaro (o Trump) que no proponen aceite de culebra sino sangre, la falaz solución que fracasa cada día en esta, la región más homicida de la tierra.
A Trump no le faltarán interlocutores con coeficiente intelectual atenuado entre los grupos de poder latinoamericano. Lo hemos vivido ya, con exceso, en la historia de la región. Pero más allá de la superficialidad política, me es difícil pensar en una gestión tan dañina para las relaciones de EE UU con Latinoamérica, y para la democracia en la región, como lo es ya el Gobierno de Donald Trump.
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