Viaje a los dos extremos de México
EL PAÍS visita los municipios con mayor y menor tasa de pobreza del país norteamericano: Santos Reyes Yucuná (Oaxaca) y Huépac (Sonora)
México es el país de los contrastes. Norte y sur. Rico y pobre. Urbano y rural. Para reflejar esa doble realidad, EL PAÍS visita los municipios con mayor y menor tasa de pobreza del gigante latinoamericano, un país de renta media en el que una pequeña parte de la población vive con holgura y una mayoría sobrevive como puede: el desarrollo económico que reflejan las estadísticas se ha distribuido de forma totalmente dispar. Santos Reyes Yucuná (Oaxaca, sur) y Huépac (Sonora, noroeste) son fiel reflejo de estos dos mundos que conviven en un mismo país.
SANTOS REYES YUCUNÁ: LA CONDENA DEL ABANDONO Y EL AISLAMIENTO
Lucina Urbano aparenta muchos más años de los que tiene, solo 34. De rostro enjuto, ojos vivos y manos duras, curtidas por el arduo trabajo en el campo, tuvo su primer hijo a los 16 años —"no sabíamos cómo limitarlo"—, apenas sabe leer y escribir y pasa las horas, los días, cuidando de sus tres vástagos en una humilde casa en la que el agua de la llave se va más que viene y el mayor lujo es el paisaje montañoso, de color ocre en esta época del año: la tan imponente como bella Mixteca oaxaqueña. Sufre, como siete millones de mexicanas más, una triple discriminación: es mujer, indígena y con escasos recursos. A su adversa condición personal se suma otra, mucho menos probable en la lotería de la vida: vive en el municipio con mayor tasa de pobreza de México, Santos Reyes Yucuná.
Como muchos hombres del pueblo, el marido de Lucina pasa temporadas largas en la Ciudad de México, donde se gana la vida como bolero (limpiabotas) por un puñado de pesos al día. De ellos, muy pocos llegan a su esposa y sus hijos, que sobreviven como pueden a base del maíz y los conejos que ella misma cría en su casa. Con eso, y con las pocas hortalizas y frijoles que pueden comprar, tiran como pueden.
En Yucuná, como suelen abreviar los locales, virtualmente todos los habitantes son pobres, de acuerdo con el indicador multidimensional publicado en diciembre por el ente que evalúa la política social en México, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). La mayoría recibe ayudas sociales, sobre todo procedentes de los programas Prospera y Procampo, pero a la luz de su situación se tornan completamente insuficientes.
Dos rasgos distinguen al municipio con mayor ratio de pobreza de México, enclavado en el noroeste de Oaxaca: su aislamiento y el olvido de las autoridades. Llegar desde la localidad más cercana con servicios médicos y escuela de Preparatoria (bachillerato), toma más de una hora y media. El camino transcurre, mayoritariamente, por pistas de terracería en las que la velocidad máxima no llega a los 25 kilómetros por hora y que en temporada de lluvias quedan intransitables durante días. El año pasado, Yucuná quedó completamente incomunicado durante más de 24 horas. Y el puente que hay que atravesar, sí o sí, para llegar a Tonalá, el municipio al que muchos vecinos van a abastecerse de lo más básico, no se puede cruzar desde hace meses. Llegar a Huajuapan, indiscutible cabecera regional y único punto de abastecimiento de la mayoría de alimentos frescos, toma hora y media y cuesta 150 pesos (ida y vuelta), algo más de ocho dólares: una fortuna para la gran mayoría de los locales, que solo pueden permitirse, a lo sumo, un viaje al mes.
“Hemos pedido ayudas para transporte, pero no nos han respondido”, lamenta el suplente del síndico municipal, Germán Reyes Santos, de 54 años, escoltado por todo el consejo comunal y los policías locales. “Cuando algún vecino enferma o, simplemente, le pica un alacrán”, añade Reyes Santos, “no siempre conseguimos que lleguen vivos a Huajuapan”.
Un nivel de desarrollo humano equivalente al de Burundi
Que el pueblo con mayor índice de pobreza de México esté enclavado en la Mixteca oaxaqueña no es una casualidad: en el último informe de desarrollo humano a escala local, elaborado por Naciones Unidas, seis de las 10 localidades mexicanas con peores datos están en este Estado del sur del país, donde la mitad de los municipios tiene un grado de desarrollo humano muy bajo. Y dos de estas localidades, Santos Reyes Yucuná incluido, pertenecen a la Mixteca. Con un nivel de bienestar equiparable al de países mucho más pobres que México en términos estadísticos, como Sierra Leona, Burundi o Eritrea, esta es, “por mucho, la zona más pobre de Oaxaca”, valora Paulo Arturo Velasco, director de la escuela secundaria de la localidad y voz autorizada para hablar de esta cuestión: ha vivido en casi todas las regiones de esta entidad federativa y conoce de primera mano los problemas sociales más apremiantes.
Sanidad y transporte son problemas acuciantes en el día a día de Yucuná. Pero si algo se echa en falta, aclara Lucina Urbano, es el trabajo. “Más allá del campo no hay nada”, dice con una permanente sonrisa fácil, más que meritoria en las circunstancias que le ha tocado vivir. Los ojos se le van continuamente a la montaña de elotes que seca al sol de enero sobre el techo de su casa. Es su bien más preciado, del que dependerá la alimentación de sus hijos en los próximos meses. Al fondo, la escasa vegetación luce más seca que de costumbre. Sin rastro de lluvia durante meses, la ausencia de agua es un problema en esta época del año: muchos días, Lucina y sus hijos tienen que ir a casa de familiares, en la parte baja del pueblo, por agua para asearse. Con el suministro intermitente, plantar fuera de la temporada de lluvias —final de la primavera y verano— es más que una quimera en este terreno árido, semidesértico. Incluso la economía de subsistencia queda seriamente comprometida.
Los habitantes de este pequeño pueblo oaxaqueño dicen no haber notado grandes cambios en los últimos años. Ni para bien ni para mal. Pero los fríos números relatan una historia bien diferente, en la que las cosas, lejos de mejorar, han ido a peor. La pobreza afecta al 99,9% de los residentes, frente al 93% de 2010; la carestía extrema ha subido 30 puntos porcentuales en ese periodo, hasta el 97,5% actual; y el porcentaje de población con ingresos inferiores a la línea de bienestar ha pasado del 71% a más del 99%. Es el vivo ejemplo de la miseria en una nación de ingreso medio y miembro de la OCDE, el club de los países avanzados: si alguien pudiera elegir dónde nacer, nadie, salvo algunos locales con un arraigo a su tierra a prueba de bombas, optaría por Yucuná.
El acceso a la educación es, junto con la vivienda, la única variable que mejoró entre 2010 y 2015. Al director de la escuela secundaria local, Paulo Arturo Velasco, no le extraña: “En secundaria, la cosa va mejor, sí”, dice intentando hacerse oír sobre el jolgorio de los chavos, que terminan las clases por hoy. “Aun así, seguimos recibiendo alumnos que llegan de la primaria sin saber leer ni escribir. En tres años tratamos de que mejoren, pero casi nunca da tiempo de que lleguen a la prepa”, relata este maestro, que lleva nueve de sus 36 años trabajando con los alumnos de Yucuná. Esa ligera mejoría es, junto con la migración interna, la única esperanza de futuro de un pueblo que languidece sin apenas atención de las autoridades.
HUÉPAC: LA SALVACIÓN LLEGA POR CARRETERA Y DESDE EE UU
La ausencia de pobreza no tiene nada que ver con el lujo y el bienestar entra, muchas veces, en contradicción con la vida en la gran ciudad. El municipio con la menor tasa de pobreza de México, Huépac, está en la parte más rural de la sierra de Sonora, a 160 kilómetros de la capital del Estado, Hermosillo. Se llega a él por una carretera estatal serpenteante, pero de buen firme y bien mantenida que discurre en paralelo al río Sonora. Si en 2010, cuando el Coneval hizo la medición anterior, los lugares de México con menor tasa de pobreza eran zonas acomodadas de grandes ciudades como Monterrey o la capital, Ciudad de México, hoy los 15 primeros lugares los copan los municipios rurales. Siete de ellos —“todos de baja densidad poblacional”, apostilla el investigador del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo (CIAD) Luis Huesca— están en Sonora (noroeste de México).
Es mediodía de un jueves y no hay ni un alma en el corazón de Huépac, como si la tierra se hubiese tragado al millar de personas que vive aquí: el único restaurante que hay está cerrado y la quietud da la sensación, en fin, de estar en un pueblo fantasma. Todo es orden, limpieza, pulcritud: en el trazado, lineal; en las calles, que lucen bien pavimentadas. También en la plaza ajardinada, que hace las veces de centro neurálgico del pueblo, y en las casas, todas bajas y en las que se aprecia un claro influjo estadounidense.
Este esmero en los detalles es parte de la idiosincrasia de Huépac, de la que sus vecinos sacan pecho. El indiscutible aroma a los Estados del sur de EE UU proviene de la cercanía a la frontera de Nogales y Agua Prieta —ambas a poco más de tres horas de viaje por carretera— y, sobre todo, del ya histórico flujo migratorio hacia el vecino del norte: Huépac fue uno de los primeros pueblos de Sonora que vivió el éxodo de personas que, arrastradas por la crisis de la ganadería y la minería empezaron a marcharse a Arizona y California a mediados del siglo pasado.
En el regreso de aquellos migrantes pioneros con ahorros en la cuenta corriente está, según Gabriela Grijalva, rectora de El Colegio de Sonora, una de las causas esenciales por las que menos del 3% de los habitantes de Huépac viven por debajo del umbral de la pobreza. Ninguno de ellos, siempre según los datos oficiales, se encuentra en situación de carestía extrema. “Para los estándares de la sociedad actual, Huépac se considera una zona rezagada. Pero la poca gente que se quedó a vivir allí o los que regresaron con ahorros viven muy bien. Hay una cultura histórica de poco consumo y mucho ahorro, de saber conformarse con lo básico”, añade Grijalva.
Sin embargo, el retorno de aquellas personas, ya mayores y con vidas mucho más acomodadas de las que tuvieron sus antepasados, explica solo una parte del cuadro. Como siempre que se buscan las causas de un problema o virtud social, la respuesta no es única, sino más bien un cóctel de factores que Grijalva, su compañera del Colegio de Sonora Liz Ileana Rodríguez, y Huesca, del CIAD, resumen en cinco: no hay hambre -la gran mayoría de vecinos tiene pequeñas parcelas y ganado, de donde obtienen el sustento básico-; la carencia de vivienda y la competencia por el suelo son mínimas y todos los hogares cuentan con los servicios básicos; el regreso de las actividades extractivas —una mina de oro y plata abrió sus puertas a finales de 2011 a solo 15 kilómetros del pueblo— ha dado trabajo; la cohesión social y un sentimiento de comunidad que impiden que nadie quede atrás —“somos pocos y nos ayudamos entre nosotros para que todos tengan lo más indispensable”, avala Elsa Martínez, vecina de Huépac de 72 años—; y la especial atención prestada por los sucesivos Gobiernos estatales a la zona de la sierra, parte esencial de su historia, que ha posibilitado el despliegue de infraestructura vial envidiable a ojos del resto del país. Es la niña bonita de Sonora.
Una zona afectada por un derrame de ácido sulfúrico
Las heridas del derrame de 40.000 metros cúbicos de residuos contaminados con ácido sulfúrico en el río Sonora, en agosto de 2014, siguen abiertas. Los ganaderos siguen sufriendo para colocar sus productos en el mercado; apenas hay turistas y la salud de los locales se ha visto golpeada por la utilización de agua contaminada. Pero, ¿se puede vincular, para bien o para mal, la tasa de pobreza y el vertido? Gabriela Grijalva, rectora de El Colegio de Sonora, cree que sí. “Cuando el Coneval hizo la medición, el derrame estaba muy reciente y los subsidios y transferencias del fideicomiso pudieron afectar: aunque el reparto no fue del todo justo y mucho dinero fue a parar a personas que no vivían en la zona, entre un 25% y un 30% de los hogares recibieron fondos del fideicomiso [que se constituyó para resarcir a los afectados]”. Su compañera Liz Ileana Rodríguez discrepa: “No dio tiempo para que el estudio recogiese el efecto de las ayudas que, además, no se repartieron bien”.
La contundencia de los datos deja poco espacio para la duda: no es el paraíso y muchos problemas persisten, pero el habitante medio de Huépac vive mucho mejor que su compatriota medio en otras latitudes. Sin embargo, los vecinos no las tienen todas consigo. “Me cuesta creerlo”, dice Gloria Contreras, maestra jubilada de 58 años. “No estamos abajo, pero tampoco tan arriba”. Como casi todos los vecinos consultados, insiste orgullosa en la calidad educativa de Huépac, paradójicamente uno de los indicadores en los que el pueblo sale peor parado. La medición del Coneval es el tema del día, de la semana y casi del mes en Huépac. “Aquí apenas hay empleo”, añade, escéptica, la síndico del Ayuntamiento, María del Carmen Lugo. La profesora Rodríguez, de El Colegio de Sonora, admite el argumento —“es cierto que, más allá del campo y la minería, prácticamente no hay fuentes de trabajo”—, pero le da la vuelta: “Tampoco hay desempleo: el que se queda es porque está ocupado, el que no, sale. Eso también reduce el índice de pobreza”.
Otros vecinos, a regañadientes, admiten la evidencia, pero temen que figurar durante cinco años como el pueblo con menor pobreza de México les reste recursos públicos. Los menos, sí consideran que la estadística refleja fielmente la situación de Huépac. “Se vive mejor que en otros municipios de la zona y casi todos tenemos un nivel de vida similar”, reconoce Rafael Ibarra, trabajador del Ayuntamiento. “No somos ricos, ni mucho menos, pero pobreza extrema no se ve”, agrega una joven vecina, Anna Cristina Takaki, en la puerta de su casa. Las cifras avalan su razonamiento. Con una renta per cápita inferior a la media del Estado, una comunidad completamente rural ha logrado lo que las ciudades más ricas de Sonora —y de México— no han conseguido: erradicar la pobreza casi por completo.
Siguiendo el curso del río Sonora hacia el sur, solo ocho kilómetros separan a Huépac del quinto municipio con la menor tasa de carestía de México: San Felipe de Jesús. Allí, en pequeño (menos de 400 habitantes), las dinámicas son muy similares. “No hay hambre, ni nadie en situación de gran necesidad”, dice la presidenta municipal (alcaldesa), Delfina Ochoa, en un español salpicado de giros estadounidenses. Nacida en Phoenix (Arizona), ella misma es uno de tantos casos de migrantes o hijos de migrantes -según sus cifras, casi la tercera parte de la población- regresados a la zona de la sierra de Sonora: su familia es de San Felipe y volvió hace años con el dinero suficiente para vivir holgadamente e invertir en su tierra natal, atraídos por la seguridad —a diferencia de otras zonas del Estado, en las que el crimen organizado campa a sus anchas— y la buena calidad de vida.
“El pueblo no crece [en población], pero los que quedamos vivimos bien”, completa su mano derecha en el Consistorio, Fidel Martínez. Tras más de una década de duro trabajo en un rancho de Benson (Arizona), emprendió el camino de regreso a San Felipe, donde, además de trabajar para el Ayuntamiento, regenta una tienda de abarrotes que abrió con parte de sus ahorros. No hay grandes secretos: “Aquí, como en Huépac, se vive de forma austera”, continúa Ochoa. “Quizá porque cuando estábamos en EE UU, ahorrábamos todo lo que podíamos. No lo sé”, admite dubitativa. “No somos ricos, pero aquí todos tenemos refri [refrigerador], teléfono y hasta Sky [TV por satélite]... Que yo sepa, solo hay un señor que no tiene televisión”.