Honduras y otras seis elecciones
Un continente en el que se vota con insuficiente constitucionalismo
Durante al menos un cuarto de siglo, el estudio de las transiciones de América Latina se basó en la proposición que había surgido un nuevo tipo de régimen. Así fue como las nociones de democracia delegativa, iliberal y electoral, o bien el autoritarismo electoral y el competitivo, entre otros términos compuestos, sirvieron para construir un exhaustivo mapa de regímenes híbridos.
Lo común a estos conceptos es que todos enfatizan que se vota bien en América Latina, con plena vigencia de derechos políticos, aun si al mismo tiempo se observan déficits en otras dimensiones de su sistema democrático; por ejemplo, las libertades individuales y la separación y el equilibrio de poderes. La moraleja de la literatura sobre regímenes híbridos es que la transición forjó democracia pero con limitada ciudadanía.
Se describe así la confluencia de una frágil normatividad constitucional junto a sistemas electorales robustos. De hecho, prevalece la idea que en la mayoría de los países de la región las autoridades electorales son neutrales y competentes; el padrón es universal; la participación es alta y los votos se cuentan adecuadamente. O al menos eso creímos durante un largo tiempo. Tal vez solo hasta ahora, hasta Honduras.
Todo caso es único, pero en un año de seis elecciones importantes—en orden cronológico, Costa Rica, Paraguay, Colombia, México, Brasil y las inciertas elecciones en Venezuela—prestar atención a la crisis electoral de Honduras es indispensable. Es que tal vez las instituciones electorales de la región solo sean capaces de funcionar cuando la diferencia es amplia y predecible.
Honduras lo ilustra y mucho más. Las elecciones se desarrollaron en un marco caótico, con represión y violencia en las calles a un costo de más de 30 muertos. La misión de la OEA informó que el estrecho margen de votos entre los dos primeros candidatos, tanto como las irregularidades y errores sistémicos que reporta, le impiden determinar quién fue el ganador. Señala un inconsistente e inexplicable cambio en la tendencia al computarse el último tercio de las actas. Y concluye recomendando una nueva elección.
No es la primera elección con un resultado parejo en América Latina. En realidad, ese es el patrón que va consolidándose. Con partidos fragmentados el empate se generaliza, la segunda vuelta es la norma. Ya no existen partidos mayoritarios, tal vez ya no exista la noción de mayoría. Cuando todo esto ocurre, las autoridades electorales se ven menos imparciales de lo que parecían.
Agréguese que los candidatos latinoamericanos son propensos a declarar victoria antes de tiempo, citando sus propias encuestas a boca de urna, y que los parlamentos también exhiben altos niveles de fragmentación. Todo ello presagia inestabilidad. Los sistemas electorales deben ser repensados.
Pero Honduras le habla a América Latina en varios sentidos. Hay una historia que contar. En 2009 el presidente de entonces propuso realizar una consulta ciudadana para modificar la constitución y permitir la reelección para un segundo periodo. Fue destituido mediante un golpe. La justificación fue que la constitución tiene clausulas pétreas, inmodificables, y la prohibición de la reelección está entre ellas.
Bajo estas normas hubo una elección en 2009 y otra en 2013, siendo elegido Juan Orlando Hernández en esta última. Una decisión de la Corte Suprema de abril de 2015, a su vez, anuló las clausulas pétreas, reformando de hecho la constitución, proceso que solo se puede llevar a cabo por medio de una elección constituyente.
Así se permitió la candidatura del presidente en ejercicio, reelecto en noviembre pasado en condiciones menos que transparentes y con un cierto déficit de legitimidad de origen. La cuestión no es el qué, la reelección, sino el cómo, cambiar las reglas de juego sin neutralidad institucional, desde el poder y en beneficio directo de quien lo ocupa.
Honduras sugiere que un régimen híbrido tiene dificultades para reproducirse en el tiempo como tal. Que no es factible sostener mecanismos electorales robustos—o sea, derechos políticos—en ausencia de sólidos derechos civiles. Que la democracia pierde sentido en un régimen de ciudadanía limitada; ello banaliza el propio acto electoral. Y que, entonces, conceptos tales como “democracia iliberal” son oximorónicos en el largo plazo.
En este contexto las elecciones ya no son tan libres ni tan justas, reducidas a una mera imitación de la democracia competitiva. Quizás esta sea la lección fundamental de Honduras para un continente en el que se vota con insuficiente constitucionalismo.
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