Un yihadista redimido en el corazón de Washington
Ismail Royer, un estadounidense condenado 20 años por extremismo, lucha ahora contra la radicalización del Islam
Por los labios de Ismail, los apellidos de políticos catalanes se deslizan con torpeza, pronunciados a medias y con un ligero acento del Medio Oeste americano, pero su mera aparición muestra un conocimiento más que notable de la actualidad política española. El hombre ha leído sobre la crisis y se interesa por ella con varias preguntas. Cuando se le hace notar lo bien informado que parece, responde con lo que al principio parece una broma mordaz, pero que en realidad está diciendo sin segundas: “No soy un estadounidense típico”.
Ismail Royer salió de la cárcel en diciembre de 2016 tras cumplir 13 de los 20 años de condena que le impusieron por ayudar a un grupo de amigos a ir a un campo de entrenamiento extremista en Pakistán, tras el 11-S, con el objetivo final de unirse a los talibanes. Creció como Randall en un suburbio de Sant Luis, Misuri. A los 21 años se convirtió al Islam, cambió de nombre y se fue luchar en Bosnia horrorizado por el genocidio. Al cabo de unos años de su regreso, se involucró en la lucha por Cachemira y entró en contacto con Lashkar-e-Taiba, entonces un grupo islamista radical que años después sería clasificado como terrorista y que reivindicó el atentado de Mumbai en 2008. Esa es la organización con la que puso más en contacto a sus amigos, un grupo de jóvenes con los que solía reunirse para jugar a paintball en un pueblo de Virginia. Cuando los atraparon, la prensa los bautizó de forma tragicómica como los yihadistas del paintball.
-Cuando mira atrás, ¿se ve como un extremista?
-Por un breve periodo de tiempo, tras el 11-S, sí. Pero el problema no es que solo que yo fuera extremista en aquel momento, el problema son las ideas equivocadas que permitieron que lo fuera. Si alguien me hubiese hecho ver lo equivocadas que eran mis ideas, cuando ocurrió el 11-S yo no me hubiese confundido así, y no hubiese pasado nunca al lado oscuro.
Royer, de 44 años, trabaja ahora batallando contra ese extremismo desde el Centro para el Islam y la Libertad Religiosa, una entidad sin ánimo de lucro cuyas oficinas se encuentran a un par de manzanas de la Casa Blanca, en Washington. Al quedar libre comenzó a escribir un blog sobre su travesía personal, sus errores, lo que en otras palabras define como una toma de conciencia. Jennifer Bryson, una experta que se había pasado tres años interrogando a prisioneros en Guantánamo, leyó uno de sus post y le contactó. Poco después le ofreció empleo en el Centro. “Yo veo mi papel, no tanto en el asunto del extremismo, sino en intentar ayudar a los musulmanes a entender lo que significa ser americano, y que puedes ser musulmán, que no hay contradicción entre ambas cosas”, explica.
Hubo un tiempo en el que Ismail sí vio esas contradicciones. Cuando se le pregunta por el punto de inflexión, por el momento en el que dejó de ser un joven activista de buena fe –se sentía “un Quijote”, cuenta- para caer en eso que llama “el lado oscuro”, apunta a al 11-S. “Yo estaba totalmente en contra del ataque, pero entonces hubo una gran polarización entre musulmanes y no musulmanes, y yo estaba confundido. Un académico nos dio una charla a unos amigos y a mí y nos dijo: ‘Mirad, eso ya no importa, ya no importa si [el 11-S] estuvo bien o mal, lo que importa es lo que viene ahora, ahora Occidente va a la guerra contra los musulmanes y debéis elegir con quién estáis’. ‘Podéis discrepar de ellos [Al-Qaeda] cuanto queráis, pero eso no cambia el hecho de que hay una guerra entre el mundo islámico y el no islámico’, dijo”.
Si el mundo se partía en dos bandos, Ismail estaba con los musulmanes. Algunos de los jóvenes de la reunión le preguntaron si los podía ayudar a ir a Pakistán. Luego, Royer se fue con su familia a Bosnia y perdió contacto con los chicos.
Empezó, dice, a darle vueltas a la cabeza sobre todo lo que había pasado. “Me di cuenta de que me engañaron, no había una guerra global… Teníamos Pakistán en el lado de EE UU, por ejemplo. Tenías… No había esa guerra entre musulmanes y no musulmanes”. Por entonces el FBI empezó a rondar la casa de su padre con preguntas. Royer acabó regresando a EE UU. En 2003 le encausaron y en 2004 se declaró culpable de dos delitos, el de ayudar en el uso de armas de fuego en un crimen violento y el de ayuda y colaboración en el transporte de explosivos, pero no fue condenado por actos directamente relacionados con el terrorismo, algo que él recalca.
Luego vinieron los 13 años y medio de cárcel, buena parte de ellos en un centro de máxima seguridad en Colorado, donde coincidió con otros condenados por yihadismo y completó su particular toma de conciencia. Son célebres sus disputas epistolares con el británico Richard Reed, el llamado terrorista del zapato, que en diciembre de 2001 quiso explotar un bomba en un vuelo entre París y Miami intentado prender una mecha que llevaba en el calzado. Royer le argumentaba que no tenía demasiado sentido ir matando al vecino en nombre de la religión, le preguntaba qué clase Islam tenía en la cabeza que, llegado el punto, le hacía pensar que dañar a civiles era virtuoso. “Todos ese proceso me hizo conocer lo que motiva a esta gente”, dice, y pensó que su experiencia resultaría “un activo”.
El centro de su actual trabajo como activista es la libertad religiosa, esa convivencia entre religiones: “Me centro en esa libertad sobre todo porque cuando la consigues, te libras de todos los agravios que [los extremistas] explotan”. Estos, explica, “están dejando la religión, incluso cuando alegan que defienden el Islam, lo hacen de un modo que menoscaba la religión. Eso ocurre sobre todo con el victimismo, lo ponen el centro de su identidad, en lugar de los valores”.
-¿Se identifica como yihadista en algún punto de su historia?
-Creo que durante aquel tiempo lo fui, sí… Tengo que tener mucho cuidado de no minimizarlo. No quiero minimizar la gravedad de mis errores, aunque también debo aclarar que hay una diferencia conmigo, es algo que vio el juez, el fiscal… Yo no iba por ahí tratando de ver a quién matar o herir, como le dije al juez. Yo trataba de hacer el bien, yo me veía como alguien que quería hacer el bien.
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