Los 150 kilómetros más largos de América
Trump ha contentado a sus bases anticastristas con su política hacia Cuba, aunque sin volver a la edad de hielo. El futuro ahora depende de la propia transición interior
Hay espacios que requieren generaciones para ser atravesados. Los 150 kilómetros que separan Cuba de Estados Unidos son uno de ellos. Un trayecto de alta complejidad donde la Casa Blanca ha desandado este año buena parte de lo avanzado en el último tercio del mandato de Barack Obama.
Con el presidente Donald Trump se han puesto fin al deshielo, recrudecido las relaciones comerciales, purgado al conglomerado militar y dificultado el turismo. El golpe ha sido considerable. Pero no definitivo. Washington, pese a su retórica, ha mantenido su Embajada en La Habana y se ha cuidado mucho de restablecer la política de pies secos, pies mojados que permitía entrar sin visado a los cubanos en EEUU.
El resultado ha sido la generación de un cuadrante donde Trump ha contentado a sus bases anticastristas, aunque sin volver a la edad del hielo. “Durante 50 años fue imposible mantener un diálogo; ahora, aunque muy debilitado, sobrevive. No estamos en la situación anterior a Obama, sino que se ha instaurado una nueva normalidad”, explica Gustavo Arnavat, del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales.
“Trump ha cumplido con su promesa y ya lo puede dejar así. El problema surge ahora de la falta de voluntad para volver a edificar”, detalla Michael Shifter, presidente del think tank Diálogo Interamericano. Es una dificultad evidente. Tras diez meses en el poder, Trump ha podado la relación con Cuba hasta dejar un tronco raquítico. Casi nadie espera que en el corto plazo reverdezca. Eso requerirá tiempo y, sobre todo, que ninguno de los factores de incertidumbre que se ciernen sobre la isla abra una nueva crisis.
El primer elemento de riesgo son los extraños ataques sónicos. La agresión todavía no tiene culpable. La hipótesis más avanzada, según explicó a este periódico el antiguo asesor presidencial y forjador del deshielo, Ben Rhodes, es que se trate de una operación dirigida por sectores recalcitrantes con la apertura. En esta línea, una nueva oleada de ataques, ante la transición que se avecina en la isla, daría paso a represalias estadounidenses y, en respuesta, a un endurecimiento del régimen. El precario equilibrio quedaría dañado y los radicales habrían ganado.
El segundo peligro radica en Corea del Norte. Los discursos cubanos a favor de Pyongyang son pura dinamita. El tiránico régimen de Kim Jong-un, empeñado en un amenazante programa nuclear y balístico, se ha vuelto el enemigo número uno de Washington. Cada día que pasa la presión es mayor y en cualquier momento la Casa Blanca puede tomarse las soflamas habaneras como un gesto hostil y activar un castigo.
El último punto de quiebra es el pulso mismo entre inmovilistas y reformistas. Raúl Castro ha anunciado que el próximo 24 de febrero dejará el poder. Uno de los favoritos a sucederle es el vicepresidente, Miguel Díaz-Canel. Nacido después de la revolución, hubo un tiempo en que se le consideró un reformista. Una etiqueta que se puso en duda en el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, celebrado en abril de 2016, en el que Fidel puso en marcha la contrarreforma con el apoyo de Díaz-Canel.
“El pulso está en el aire y la retórica de Trump ha dado nuevas fuerzas a los intransigentes. Es necesario que EEUU haga gestos que aflojen la tensión y ayuden al sector reformista en la transición”, indica el historiador Rafael Rojas.
Trump, de momento, no está dispuesto a lanzar ningún balón de oxígeno. En su discurso de junio en la Pequeña Habana, estableció la legalización de los partidos como una condición necesaria para levantar las restricciones. Cuba está lejos de hacerlo y los radicales del régimen se aprestan a romper puentes. La distancia entre ambos países puede crecer otra vez.
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