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La sequía causa miseria y muerte en Marruecos

Los habitantes del pueblo donde fallecieron 15 personas en una estampida durante un reparto benéfico de comida aseguran que la falta de agua está destrozando sus cosechas

Francisco Peregil

Lakbira Sabiri tenía 65 años y ocho hijos. Era una de las casi mil mujeres que acudieron este domingo a la plaza principal de Sidi Bulaalam, un pueblo de 7.000 habitantes situado a cinco horas y media en coche al sur de Rabat. Se llevó a su hija Aziza Lamari. Llegaron a las 12 de la noche y pasaron toda la madrugada del domingo esperando. Ya había mujeres que estaban allí desde la madrugada del sábado. El mecenas del pueblo, Abdelkabir Hadidi, había anunciado que distribuiría de forma gratuita diez kilos de harina, dos litros de aceite, tres paquetes de té, cuatro paquetes de azúcar y cinco kilos de arroz. Hadidi llevaba desde 2013 organizando la misma acción caritativa, una vez al año.

“De repente”, relata la hija de Lakbira Sabiri, “muchas mujeres empezaron a impacientarse. Había vallas de hierro delante de los puestos de alimentos. Las barras cayeron al suelo y las mujeres se vieron atrapadas y pisoteadas en ellas. Ni los ayudantes de este hombre ni los gendarmes que había allí hacían nada por nosotras. Mi madre murió aplastada. La gente la pisaba y yo no podía hacer nada por evitarlo. Apareció un polvo en el aire que nos asfixiaba. No sé de dónde venía, pero no se levantó del suelo. Él y sus ayudantes seguían grabándonos con sus cámaras sin hacer nada”.

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La hija de Sabiri, y otros habitantes del pueblo consultados sostienen que el mecenas Abdelkabir Hadidi, un hombre muy religioso, solía utilizar estas grabaciones de vídeo para enviarlas a Arabia Saudí y conseguir dinero de los árabes. Este diario ha intentado ponerse en contacto con Hadidi pero su casa, situada en la misma plaza central donde murieron las 15 personas, se encontraba custodiada por gendarmes que no permitían el acceso.

Lakbira Sabiri es la única víctima mortal del pueblo. El resto llegó de las localidades vecinas. Mohamed Lfirk, un joven del pueblo, asegura que a las mujeres del pueblo no les gusta ser grabadas, les parece humillante. Y sostiene también algo que este diario no ha podido corroborar pero que repiten varias personas consultadas: “El año pasado ya murieron cinco que aguardaban en la cola. Y aquello se silenció”, añade Lfirk.

Todos los consultados aseguran que la causa de la miseria en el pueblo es la falta de agua. Marruecos padece varias temporadas de sequía que este año está alcanzando su cota máxima. Hay otras zonas del país, como la localidad sureña de Zagora, donde los habitantes llevan varios meses manifestándose para que se distribuyan mejor los escasos recursos. En Sidi Bulaalam llevan diez años sin una buena cosecha a causa de la lluvia.

Aziza Lamari muestra en la habitación de su madre varios sacos de trigo. “Esto es lo que tenemos para alimentarnos el resto del año”. Ahora, su casa se ha convertido en un centro de peregrinaje para los periodistas locales. Pero la familia de Sabiri no pide comida. “Lo único que queremos es agua”, dice Elgalia Bent Ahmed, una señora mayor, que ignora su propia edad. “Tenemos que recorrer cinco kilómetros para traer a casa un bidón de agua de 20 litros por el que pagamos un dirham [equivalente a 10 céntimos de euro]”, añade Aziza Lamari. “También compramos cuatro toneladas de agua por 120 dirhams”. Hay una cisterna en el centro del pueblo que distribuye agua a cambio de ese dinero. Cerca de esa cisterna se encuentra la del mecenas Abdelkabir Hadidi. Ahí es gratuita, pero hay mucha gente esperando.

Milud, otro hijo de Lakbira Sabiri, enseña el agujero abierto en el suelo donde suelen almacenar el agua que beben, con la que cocinan y se asean. Si uno se asoma apenas se ve agua. Tira una piedra y el sonido es seco.

Exigencia del mecenas

Otra forma de ganarse la vida, comenta Aziza Lamari, consiste en comprar en el pueblo el afiyash, el fruto con el que se elabora el aceite de argán, tan apreciado en Occidente, lo limpian en casa y lo revenden después. “Trabajamos durante dos días para conseguir 10 dirhams (un euro)”, concluye Aziza Lamari. La misma operación de la piedra en otro almacén de agua construido en el suelo, la repetirá en su casa otro vecino, Mustafa el Harrad, de 27 años. “En este pueblo la gente tiene miedo a hablar porque tenemos miedo a las autoridades. Los políticos de la zona siempre dicen que todo está bien, que no hay ningún problema. Pero aquí no hay nada. La plaza donde murieron estas mujeres es la misma donde se organizan los partidos de fútbol. Tenemos un centro de salud donde solo viene un enfermero los jueves”.

“Ahora mismo”, continúa Mustafa el Harrad, “la única forma que tengo yo de ganarme la vida es marcharme a Skjirat (a unas cinco horas desde su casa) y trabajar por 120 dirhams (12 euros) la jornada, en la cosecha del tomate. O bien, ir a Marrakech y trabajar en el aceite y la naranja por 150 dirhams (15 euros) la jornada. Aquí la gente no tiene ganado porque sería una carga más sin agua. Yo temo que cuando se vayan los periodistas y el mundo se haya olvidado de nosotros, volverán los gendarmes a presionarnos por habernos atrevido a hablar”.

Sadía Ali, una vecina de Mustafa el Harrad, habla bien del mecenas. “A mí me construyó una reserva de agua en casa y me trajo el agua gratis”, asegura.

Cuando se pregunta por qué solo acudían mujeres a la recogida de alimentos, Lfirk, asegura que el mecenas lo exigía así. “No era necesario congregar a tantas mujeres de la comarca. Él podía haber distribuido los mismos alimentos yendo a los ocho pueblos de la zona. Pero quería que acudieran por centenas para tener buenas grabaciones”.

Los vecinos de Sidi Bulaalam no hacen alusión al cambio climático, ni al boicot de Donald Trump a los acuerdos de París sobre el cambio climático, ni analizan las causas profundas de su pobreza. Pero tienen claro que a ellos les está faltando algo tan indispensable como el agua.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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