En ninguna parte
Se vislumbra un choque en el fujimorismo entre el lado liberal y una derecha rupestre
Se piense lo que se piense sobre su efecto en el último cuarto de siglo de historia peruana, no hay duda de que los Fujimori son una familia interesante. El papá, Alberto, entró a la política nacional en 1990 a bordo de un tractor que cultivó la imaginación desesperada de un país agónico. Con él ingresaba a los mítines de una campaña en la que, reventando todo pronóstico, derrotó al hasta entonces abrumadoramente favorito Mario Vargas Llosa.
¿Cómo lo hizo? Frente a los remedios severos de ajuste económico que anunciaba Vargas Llosa para frenar una desbocada hiperinflación, Fujimori insinuó estrategias de presunta sabiduría oriental: ¿para qué el temible shock de la economía cuando existían equivalentes del shiatsu, la acupuntura? Antes de que el maestro Miyagi se lo explicara al Karate Kid, Fujimori convenció al pueblo peruano de que lo que la guardia de la grulla podía hacer para resolver una pelea, el voto por él podría conseguir la solución a los problemas del país.
Con ese voto, Fujimori permaneció 10 años en el poder. Pronto nos enseñó que en su manejo político la verdad valía menos que el inti, la moneda que pasó de leña a viruta en la hiperinflación de Alan García. La acupuntura, el shiatsu y la grulla se esfumaron sin rastro de la terapéutica económica cuando Fujimori efectuó un violento ajuste que frenó la inflación a un costo mucho mayor, por lo rústico de su aplicación, de lo que había planeado Vargas Llosa.
El tractor desapareció en la feria de embustes y fue reemplazado por las camionetas de lunas polarizadas del Servicio de Inteligencia Nacional donde su asesor en las sombras, Vladimiro Montesinos, le ayudó a desembarazarse de la democracia en 1992 y desde donde, en los hechos, se gobernó el país. Poco después, mientras terminaba la transformación de Miyagi en Chinochet (un apodo que le encantaba), también divorció y expulsó del Palacio de Gobierno a su esposa, Susana Higuchi, y nombró como primera dama a su entonces muy joven hija Keiko.
Cuando huyó a Japón el año 2000, con maletas cargadas por lo menos con parte de los vídeos extorsivos que su asesor Montesinos había acumulado diligentemente, Keiko se quedó en Perú y poco a poco empezó a reconstruir el desprestigiado movimiento político fujimorista. Luego del fracaso del intento de Alberto Fujimori de retornar triunfalmente al Perú a través de Chile, Keiko tomó la dirección de la defensa política de su padre, extraditado, encarcelado, juzgado y finalmente condenado.
No lo hizo mal. Fue la congresista con mayor votación el 2006 y pareció que iba a ganar la elección presidencial el 2011, sobre todo cuando le tocó enfrentar en segunda vuelta a Ollanta Humala, candidato prochavista en las elecciones precedentes a quien todo el mundo ganaba en los simulacros electorales. En el dilema entre la sartén y el fuego, el académico estadounidense Steven Levitsky acuñó la expresión del proceso: “Sobre Humala hay dudas, pero sobre Keiko hay certezas”. Hubo comentaristas que sostuvieron exactamente lo contrario, pero Humala juró defender la democracia (cosa que, en lo que cuenta, cumplió) y derrotó a Fujimori.
En los cinco años siguientes, Keiko Fujimori trabajó para poder vencer el 2016. Construyó un partido político sobre la base social del fujimorismo (alrededor de un tercio de la población) y trató de incorporar a personalidades liberales, de centro, aun de izquierda. Se distanció con cautela de lo más autoritario del legado de su padre, expresó lo duró que era cargar con la “pesada mochila” de ese pasado; y el momento culminante de esa campaña fue en septiembre del 2015, cuando habló en Harvard, presentada por Steven Levitsky, quien mencionó la abrumadora delantera que tenía entonces Keiko Fujimori en las encuestas, solo comparable, dijo, a la que llevaba Vargas Llosa en 1990. Nunca Keiko sonó tan liberal y nunca pareció tan imbatible como entonces.
Su segunda derrota, ocho meses después, frente al desangelado candidato Pedro Pablo Kuczynski, no solo reveló que no logró transformar las certezas en dudas, sino que existe otra base social, mayor que la del fujimorismo: la de quienes defienden la democracia aun a costa de pasarse la vida votando por el mal menor.
Keiko no reconoció la derrota. Gracias a las distorsionadas matemáticas electorales peruanas, había logrado que su treinta y poco por ciento de votación congresal se convirtiera en una mayoría de cerca del 60%. Con el Congreso en sus manos impuso el juego: agresivo, agrio, imperioso, primitivamente derechista. En términos de luces intelectuales, sus congresistas no dejaron de sumar un apagón, junto con una ostentosa subordinación a su caudilla.
En el camino se alejó de su encarcelado padre, considerado ya un estorbo por los keikistas radicales y empezó a encarar la rebeldía de su hermano Kenji, que defiende al padre y es apoyado por este. Curiosamente, Kenji aparece ahora defendiendo posiciones liberales, mientras aboga por el indulto a su padre. La máquina partidaria ya se apresta a castigar a aquel por insubordinado, y en el futuro cercano se vislumbra un choque interno, en el que tanto Kenji como el viejo Alberto, el otrora Chinochet, representen el lado liberal, en tanto Keiko inflige una derecha rupestre.
¿Dónde está la verdad en todo esto? Todo aquel familiarizado con la trayectoria del fujimorismo sabe que en ninguna parte.
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