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¿Por qué fallan tanto las encuestas en Colombia?

Los estudios de opinión han deparado a menudo sorpresas en el país, empezando por el plebiscito sobre los acuerdos de paz

Jorge Galindo
Juan Manuel Santos junto al exsecretario general de la ONU Kofi Annan.
Juan Manuel Santos junto al exsecretario general de la ONU Kofi Annan. Leonardo Muñoz (EFE)

El camino al plebiscito sobre los acuerdos de paz con las FARC estuvo empedrado de esperanzas para los partidarios del sí. Una parte nada despreciable de los adoquines que soportaban estas esperanzas venían de los sondeos de opinión. La media de las últimas encuestas antes del 2 de octubre de 2016 era clara: en torno a un 60% de los colombianos votaría a favor. Pero ya sabemos que la cifra final no llegó al 50%. Este error de bulto se sumó a la desconfianza que ya venían despertando los estudios de opinión en el país: en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2014, la media de las seis últimas encuestas de las casas más significativas daban un empate técnico al 43% por ciento entre Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga. La diferencia final fue de siete puntos porcentuales para el primero.

La puntilla llegó el pasado viernes, cuando la publicación La Silla Vacía hizo pública su decisión de no emplear sondeos en su cobertura de las presidenciales de 2018. Su directora, Juanita León, considera que “si en realidad no son un instrumento totalmente confiable para sondear la intención electoral de los colombianos, cualquier análisis que haga La Silla con base en ellas más que informar puede despistar”. ¿Pero de dónde viene esta falta de fiabilidad? ¿Por qué las encuestas fallan más en Colombia?

Roberto Angulo, economista y socio fundador de la firma Inclusión, tiene amplia experiencia en el trabajo con estudios de opinión en Colombia, si bien fuera del ámbito electoral. Esto, paradójicamente, es una ventaja, pues las mejores encuestas del país las hacen entidades con las que ha tenido relación profesional, como el Departamento Nacional de Planeación. Con él, desentrañamos algunas claves para responder a esta cuestión.

Lo primero a tener en cuenta es que no existe un marco de referencia. A la hora de diseñar la muestra para una encuesta, es necesario conocer la composición de la población para poder definirla de manera representativa. En la mayoría de países se usa para ello el censo realizado por el Estado. Pero en Colombia “tenemos un marco muestral muy viejo [el último censo se hizo en 2005] y de una calidad que siempre ha sido cuestionable”, afirma Angulo. Es decir: no sabemos del todo cómo es la población del país, lo cual hace imposible reproducirla en la miniatura de los novecientos, mil o dos mil individuos que componen una muestra de una encuesta estándar.

Un problema añadido es que la población en Colombia es enormemente heterogénea. Primero, lo es geográficamente. No sólo entre regiones, apunta Angulo, también entre zonas rurales y urbanas. A esto se añade la considerable desigualdad socioeconómica dentro de las mismas ciudades. Las diferencias entre ingresos de los distintos individuos no se corresponden del todo con la división por estratos, una clasificación que ha quedado ya anticuada según varios expertos. Todas estas divisiones (rural/urbano, región, clase) son determinantes para el voto, y no reproducirlas correctamente en una encuesta hiere de muerte su capacidad estimativa.

En pocas palabras: la urna llega a todas partes, pero al encuestador le queda más difícil. Aunque se trate de trabajo presencial, que ofrece más garantías de representatividad que el telefónico por no depender de la existencia de redes de comunicación, algunos lugares son complicados de alcanzar. Y cuando eso sucede, no hay un marco de referencia fiable para revisar la muestra. Por todo ello, las encuestas acaban sesgadas: en el plebiscito, por ejemplo, varias casas anunciaban que sus sondeos sólo tenían lugar en las ciudades más pobladas del país.

César Caballero, gerente de Cifras y Conceptos (una de las empresas de referencia no sólo en la realización de encuestas en Colombia, sino también en innovación metodológica en las técnicas demoscópicas) añade una cautela y varios factores a este cuadro. La cautela parte de una distinción: entre los conceptos de predicción y de pronóstico: “nadie debería utilizar una encuesta para predecir el futuro”. La ventaja del pronóstico es que deja margen de error, espacio para la incertidumbre. Una incertidumbre que quizás es de un orden superior en Colombia.

Además de las razones ya mentadas, hay que tener en cuenta que, como apunta Caballero, el sistema de partidos colombiano no dispone de actores tan fuertes, estables ni definidos, pero sí abundantes: Colombia tiene “entre once y doce partidos a tener en cuenta, de los que unos siete son realmente importantes”. Por otro lado, cualquiera que esté siguiendo la presente precampaña se estará percatando de lo fluida que resulta la organización partidista hoy día, con muchos candidatos buscando postularse por firmas y, al mismo tiempo, negociando su apoyo con plataformas existentes.

Caballero añade otros dos elementos. Uno, la “veda de ocho días” antes de la fecha electoral, en la que está prohibido publicar sondeos, que “en realidad se convierten en doce días” porque hay que sumarle el periodo para el trabajo de campo. Dos, “la corrupción y el tráfico de votos”, que hacen mucho más difícil el trabajo del encuestador porque los movimientos y trasvases no dependen de factores visibles en un cuestionario. En ese sentido, es interesante distinguir entre la capacidad que pueden tener las encuestas para calibrar el conocido como voto de opinión, centrado en las grandes zonas urbanas, y el de las regiones donde las maquinarias de los partidos pesan más.

Si sumamos estos factores, lo que sucede es que hacer encuestas realmente representativas en Colombia es un trabajo arduo, y sobre todo muy caro: es necesario recoger muestras amplísimas para asegurar su calidad, además de hacerlo puerta a puerta. Así trabajan entidades públicas como el DNP o el DANE, que cuentan con tiempo y dinero para hacerlo. Pero un sondeo de intención de voto tiene que ser mucho más ágil y preciso, pues se le encomienda la responsabilidad de acertar al milímetro y con poco margen. Por otro lado, Colombia tiene las características de un sistema de partidos no muy definido (especialmente desde que el oligopolio liberal-conservador dejó de ser una realidad, hace ya años), y una dualidad en las realidades que definen el voto en los núcleos de clase media y acomodada, y en las periferias (rurales y urbanas) del país que, por desgracia, se superpone a los problemas de muestreo. En definitiva, una tormenta perfecta contra la búsqueda de precisión.

Sin embargo, buena parte de estos problemas son marcadamente técnicos, y podrían corregirse o al menos minimizarse con una mayor inversión. Lo cual lleva a una pregunta final: quién estaría dispuesto a pagar por sondeos más amplios, frecuentes y distribuidos; por tanto, necesariamente más caros. Quizás, por tanto, el problema es más de demanda que de oferta. La incertidumbre siempre nos acompañará con las encuestas, pero no tiene por qué ser ilimitada.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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