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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Hecha en Colombia (El Apogeo, Bogotá)

Esto es lo que llaman “posconflicto”: esta extraña nostalgia por el rencor

Ricardo Silva Romero

Esto es lo que llaman “posconflicto”: el odio desarmado que se ha visto en estos días. En Colombia se ha contado la guerra con la ilusión de conjurarla, de domarla aunque sea en las palabras, pero el fin de las Farc está dando historias nuevas –y difíciles de imaginar– que recuerdan el tamaño de la herida: como si se tratara de recordarnos que estamos lejos de superar el horror, que respiramos y tragamos las cenizas de las guerras, se ha conocido que 101 líderes sociales, 101, han sido asesinados en lo que va de este año; se ha dicho que Estados Unidos, que sabe volverse espectador de las tramas cínicas que inventa, ha decidido que dejará a la exguerrilla en su lista de organizaciones terroristas, y se ha estado viendo en el lodazal de las redes sociales la estigmatización de los defensores y de los críticos de los acuerdos de paz.

En las redes, que son el ingenio y la barbarie y la estupidez que antes se hacían mentalmente, el martes pasado fue tendencia una etiqueta que sonaba pedagógica pero terminó siendo violenta: #SanciónSocialALasFarc. Parecía un pequeño paso adelante, pues aquí la única justicia que ha conservado su prestigio ha sido la justicia por mano propia. Pero en realidad respaldaba a la esposa de un senador de la oposición que acababa de publicar en Twitter una fotografía abusiva de un pasajero dormido –con gorra militar– bajo esta sentencia escalofriante: “No quise montarme en el mismo avión en el que iba un guerrillero de las Farc”. Luego del berrinche y la lapidación se supo que el señor de la foto era un profesor que nada tenía nada que ver con la guerrilla. Y la ciudadana indignada pidió disculpas sinceras “por dejarme llevar por mis pasiones”.

El caso no sólo prueba lo difícil que es vivir un posconflicto en plena campaña presidencial, sino que demuestra que la reconciliación es el paso del tiempo: uno creería que, como en un desastre natural, en un avión tenemos en común seguir viviendo, pero la verdad es que el odio es sordo y miope y paranoico y entorpecedor.

Y no es nada fácil que el encono ganado a pulso por las Farc deje ver lo bueno que puede pasar con el país.

El viernes pasado unas setenta personas se reunieron en el cementerio de El Apogeo, en el sur de Bogotá, para hacerle un homenaje con mariachis y con rosas a la tumba de uno de los más sanguinarios comandantes de las Farc: el Mono Jojoy. También el viernes se acabaron de destruir las 8.994 armas que la vieja guerrilla le entregó a la ONU, pero las honras tardías e incómodas de Jojoy –que secuestró, sembró bombas y vigiló campos de concentración– distorsionaron la realidad: que no era una fiesta de cumpleaños, sino un funeral lánguido lo que se estaba llevando a cabo; que lo importante de la noticia no era la desconcertante celebración de semejante verdugo, que verdugos hay en tantas plazas del mundo, sino la constatación de que la guerrilla ha pasado de ser un presente por sufrir a ser un pasado por resolver.

Esto es lo que llaman “posconflicto”: esta extraña nostalgia por el rencor. Repugnante ha sido lo que han hecho todos: los curas, los políticos, los militares, los guerrilleros, los paramilitares. Repugnante ha sido esta violencia hecha en Colombia que es un remedio peor que la enfermedad, un hábito, un desprecio del que venga. Y sin embargo, en el atropellado comienzo del posconflicto es importante recordar dos obviedades que al parecer no lo son tanto: que será un tribunal especial, no usted ni yo, el que juzgue a quienes vuelven de la guerra, y que estar a favor de los acuerdos de paz es estar a favor del fin de las Farc. Imagino los gritos. Imagino los insultos en 140 caracteres. Pero también el paso del tiempo que pone a todos en su sitio.

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