Pero si yo soy buen hijo… (La Picota, Bogotá)
Crece uno en Colombia con la certeza de que el Estado no es un logro sino un enemigo
Cuando uno ve de lejos la cárcel La Picota, en el suroriente de Bogotá, ve un monumento escalofriante a los victimarios y las víctimas que ha dado la Colombia traicionera de estos treinta años. Es una especie de museo de la memoria del horror. Porque allá adentro se encuentran los delincuentes comunes y corrientes, los inocentes que no consiguieron probarlo y los ladrones de cuello blanco que siguen dándose la gran vida, como en cualquier penal del planeta, pero también están los narcotraficantes, los guerrilleros y los paramilitares que oficiaron las ceremonias de sangre que nos tienen llenos de espantos. Y, en un sector inexpugnable de la penitenciaría de nueve pisos, pagan sus penas ciertos políticos corruptos –políticos ladrones sentados al sol– de los más fuertes partidos colombianos: del Partido Liberal, del Partido Conservador, del Partido de la U, del Polo Democrático, de Cambio Radical.
Quizás la gran noticia colombiana de la semana pasada, mucho más que los reportes de los excesos que siguen permitiéndose los funcionarios torcidos dentro de La Picota, haya sido el lanzamiento del nuevo partido político de las Farc: qué rara es la indiferencia ante un milagro. Seguirá llamándose Farc, pues un congreso de 1.200 exguerrilleros, en el Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, prefirió “no romper los vínculos con nuestro pasado”, pero la sigla ya no será por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, sino por la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Su logo será una rosa roja con una estrella adentro. Y tendrá que defender los acuerdos de paz y convertirse en una colectividad coherente y franca en un país en el que –según dice la encuesta de agosto de la firma Gallup– el 87% tiene una imagen desfavorable de los partidos.
Pero qué tienen que ver los políticos encarcelados en La Picota con los exguerrilleros redimidos en el Centro de Convenciones: que, por revolucionarios o por hampones, tanto los unos como los otros alcanzaron a montar su propio Estado dentro del Estado.
Crece uno en Colombia con la certeza de que el Estado no es un logro ni un refugio, sino un enemigo, un vampiro cejijunto. Crece uno aquí dentro de una familia que sustituye en sus funciones al Estado: sálvese quien pueda. Y cuando tiene suerte se ve rodeado de lo mejor de lo humano y experimenta el amor inagotable y la generosidad de tiempos de crisis. Y en el peor de los casos termina haciendo parte de una mafia: de una “familia” en el peor de los sentidos, de una conjura de mediocres, de un carrusel de tramposos, de un cartel: La Picota está llena de buenos padres y buenos hijos, de amigos devotos y tipos encantadores y piadosos, que un día montaron sus propios gobiernos, sus propias leyes y sus propias justicias, y que cuando fueron capturados dijeron “pero si yo fui leal”, “si yo creo en Dios”, “si yo soy un patriota”, “si yo fui decente…”.
El viernes pasado nuestro último expresidente tuiteó esto tan apurado, tan raro, tal como lo copio: “Vengo a pedir humildemente q me defiendan y cuando digan ‘es que Uribe cometió tal error’, dígan: perdónenlo que el hombre quiere el país”.
Quizás el expresidente no esté conjurando un escándalo, ni hablando de nada demasiado grave, pero lo cierto es que la cárcel La Picota está repleta de guerrilleros que amaron al pueblo, de paramilitares que preservaron la patria, de narcotraficantes que adoraron a sus madres, de politiqueros que obraron de buena fe en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y esto de que los líderes estén cayendo por corruptos, y justo ahora las Farc estén empezando su vida dentro del sistema, es una oportunidad como un milagro para cumplir todos al fin las mismas reglas.
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