Y el principito se hizo rey
Macron promete refundar Europa y proteger a los ciudadanos desde los valores republicanos
El himno de la alegría de Beethoven introdujo, solemnizó, el paseíllo de Emmanuel Macron entre sus compatriotas. Decenas de miles le esperaban en la explanada del Louvre. Y quiso sorprenderles Macron precisamente con el himno adoptivo de la Unión Europea. Prometió "refundarla". Garantizó un "nuevo humanismo". Y reivindicó el símbolo de París como el estímulo de una nueva edad de las luces.
Le corresponde a Macron una misión patriarcal. Podía haberle desbordado el miedo escénico, pero el sucesor de Hollande cogió el cetro: "Os protegeré y os serviré. Y lo haré en cumplimiento de nuestro lema: libertad, igualdad fraternidad". Fue entonces cuando Macron se concedió los momentos de mayor emoción particulares y cuando sus compatriotas prorrumpieron en la escena coral de La Marsellesa.
Parecía que los franceses habían vuelto a ganar el mundial de fútbol. Tan numerosa y tan entusiasta fue la celebración de la victoria de Macron que la política, degradada a un espacio sospechoso de nuestras sociedades, recuperó en París y en la deslumbrante escenografía del Louvre una dimensión optimista y hasta lúdica.
Mérito del movimiento que ha engendrado en apenas un año el nuevo presidente de Francia. Se llama En Marche!, pero bien podría llamarse Colores Unidos de Macron, pues la fiesta multitudinaria del 7-M parecía un anuncio de Benetton en la promiscuidad de edades, etnias, razas, categorías sociales y generaciones congregadas.
Y en la melé ideológica también. Macron se definió como "presidente de todos los franceses" y como expresión catalizadora de "un país unido" en el que promete todas las atenciones a "los votantes indignados y encolerizados de Marine Le Pen, precisamente para que nunca tengan que aferrarse a los extremos".
El detalle al electorado del Frente Nacional se atuvo a la pedagogía de la conciliación que lo ha llevado hasta al Elíseo. Le arropaba su mujer, su gente. Y fue capaz Macron de "romperse" entre sus feligreses como no lo había hecho nunca. Se atrevió a gritar, a sonreír, contradiciendo la rigidez y los matices fúnebres de su discurso previo a la nación. Traje negro, corbata negra, solemnidad de velatorio, frialdad antártica.
El principito se ha transformado en rey, en jefe de Estado. Lo ha hecho con 39 años, convirtiéndose en el presidente francés más joven de la historia. Había cumplido Giscard d'Estaing 48 cuando accedió al Elíseo (1974). Y había alcanzado 40 años y 8 meses Luis Napoleón Bonaparte cuando fue proclamado presidente el 10 de diciembre de 1848. No era emperador todavía ni se llamaba aún Napoleón III. Y sí era emperador Napoleón, su tío, cuando hizo construir en el Caroussel del Louvre el Arco de Triunfo que celebraba sus proezas militares. Emmanuel Macron lo tenía delante de sí en el trance de la celebración. Y tenía a su vera la escultura ecuestre de Luis XIV. Y tenía detrás la pirámide esotérica de cristal que hizo levantar Mitterrand para garantizarse la posteridad y consolidar entre sus compatriotas el apodo de La Esfinge.
Quiere decirse que el nuevo presidente de la República Francesa se rodeó en su jour de gloire de todas las referencias providenciales al alcance, aunque el corporativismo hacia los viejos patriarcas no contradijo la devoción estética a la marca Obama ni los vinilos house con que el DJ Anthony convirtió el Caroussel en una pista de baile.
Se comportaban inconmovibles ante el bullicio los policías-robocops en su misión de acordonar la psicosis de un atentado. Ni siquiera los francotiradores disimulaban la posición de vigilancia en las azoteas del museo del Louvre.
Qué mejor escenario para una tragedia. Y qué mejor escenario para una victoria. Cooperaban los símbolos de la ciudad al nacimiento de Macron. Porque se iluminaba la Torre Eiffel a las nueve en punto como un mástil de plata en el cielo. O porque giraba la noria de la Concorde meciendo en sus luces la bandera de Francia. Y sonaba o resonaba La Marsellesa a cappella, parecía un himno telúrico, "le jour de gloire est arrivé", jaleaba el pueblo macronista en una dramaturgia extraordinaria.
Extraordinaria quiere decir que la arquitectura del Louvre ejercía un enorme poder teatral con todo su peso simbólico. Y que la pirámide de vidrio parecía que fuera a abrirse como una nave espacial para alumbrar al propio Macron como a un faraón posmoderno.
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