Las víctimas civiles de las minas antipersona en Colombia se sienten abandonadas
Son el 40% del total de afectados en este país. Un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica recopila sus reclamos y exigencias al Estado
Invadieron sus territorios. Los potreros, las montañas, las trochas por las que los campesinos colombianos caminaban en su cotidianidad fueron tomados por la guerra como posibles campos ‘del enemigo’. Las FARC y el Estado en un conflicto de más de cincuenta años, terminaron acorralando a la población civil, convirtiéndola en víctima. De los más de 11.000 afectados por las minas antipersona en el país, al menos el 40% no pertenecía a “ningún bando”. Eran civiles. De ellos, 1.142 menores de edad.
El Centro Nacional de Memoria Histórica y la Fundación Prolongar buscaron cifras y se acercaron a las historias que permanecen detrás, casi invisibles. En el informe La guerra escondida. Minas Antipersonal revelan las tristezas posteriores a la tragedia. “Las víctimas civiles se sienten abandonadas ante la precaria atención y los obstáculos burocráticos para obtenerla”, señala el documento, según el cual el 70 % de las personas sobrevivientes a las minas corresponde al estrato 1 (el más pobre y marginado de Colombia) y en el 71% la atención en salud es promovida por el Sisben (programa de atención estatal). Si en este país es difícil conseguir cubrimiento en medicina con programas pagos, es peor cuando depende del Estado.
Como ha sido la misma historia de Colombia, los campesinos han tenido que sufrir más duro las consecuencias de la guerra. Les invadieron sus territorios, los desplazaron y les llenaron los caminos de minas. La investigación del Centro Nacional de Memoria Histórica señala que la activación de minas antipersona (MAP) y de remanentes de explosivos de guerra (REG) se registra en un 98% en zonas rurales. Por eso, según una de las conclusiones de los investigadores, “lograr una atención hospitalaria o una indemnización satisfactoria constituyen verdaderos retos para la población afectada”. No solo porque no disponen de los recursos económicos, ni de movilidad que exigen los procesos en Colombia, sino porque de acuerdo con los testimonios de las víctimas, el sistema es lento, insensible y, en muchos casos, revictimizante y hostil.
“Me decían que tenía que sacar más papeles y después ya no pude, ya no había ni pasaje (transporte) para subir aquí. También es duro, 3.000 pesos (un dólar) cobran de aquí a Vegas y ahora de Vegas toca caminar. Me quedé sentada y ya no quería nada, me quedé sentada allá”. Es el testimonio de una mujer adulta, sobreviviente, que participó en un taller de memoria en Nariño, en el sur del país. En esa misma región, un campesino relata que por una fiebre que no recibió supervisión médica perdió casi la totalidad de su capacidad auditiva. Otro, más dramático, cuenta que debido a fallas en la atención hospitalaria tuvo que ser amputado más arriba en su pierna de lo que habría sido en caso de un tratamiento adecuado.
El mercado laboral parece ajeno a lo que pasa en el país y los lugares en donde residían antes de caer víctimas de una mina no están adaptados para que puedan habitarlos. “Volver a la casa se siente raro, anteriormente uno llegaba completo, normal, y después uno llega, tiene que vivir uno prácticamente “encamado” (...) uno no tiene una casa adaptada para vivir en ciertas condiciones, lo que es el baño toca adaptarlo”, decía el año pasado un militar.
El 80% de personas con alguna discapacidad en el mundo vive en países con bajos ingresos. Colombia no es la excepción. En el caso de las víctimas de la Fuerza Pública, los testimonios sobre los procesos de inclusión socioeconómica contienen reclamos hacia su propia institución y hacia al Estado. Sobre todo protestan quienes sufrieron daños invisibles, en órganos internos y en la piel, daños sensoriales, psicológicos. Llaman la atención sobre el hecho de que el Estado no reconozca una pensión para estos sobrevivientes cuando la discapacidad es menor al 50 %. Además, claman por procesos más serios en los tratamientos psiquiátricos. “El Estado no ha prestado atención a la salud mental de las víctimas, pues solo llegan ayudas para la reconstrucción y esas cosas, pero nunca para la salud mental (...). El Estado cree que salud mental es ir tres o cuatro veces a una consulta y ya, pero después nunca hay seguimiento”, decía un adulto, desde Carmen de Bolívar, una zona marcada por la violencia.
La situación de los niños víctimas también reclama mayor atención. O al menos, que sea más eficiente. El 27 % de los afectados civiles en Colombia por estos explosivos, han sido personas menores de edad. En total, entre enero de 1990 y marzo de 2016, 1.142 niños, niñas y adolescentes fueron víctimas directas de MAP o REG en el país, en donde de acuerdo con el informe, existe sospecha de la presencia de estos artefactos explosivos en 31 de los 32 departamentos. El documento aclara que no significa que todo el territorio esté minado. Para desgracia de algunas poblaciones, la afectación de esos explosivos está centrada en zonas muy específicas, las mismas que han tenido que soportar el peso de una guerra que se ensañó con sus pobladores y de un país que no ha sabido repararlos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.