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Tribuna
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Depresión colombiana (Cerro Tigre, Guainía)

Colombia siempre está a punto de un “pero”

Ricardo Silva Romero

Si la realidad son los “estudios recientes” de esas combativas oenegés, entonces Colombia es el segundo país más feliz del planeta, pero la depresión entre los colombianos es más alta que el promedio en el mundo. Colombia siempre está a punto de un “pero”. Y quizás así ha sido por haber sido, en los últimos setenta años al menos, un país en guerra: sus familias de raros se han visto obligadas a encerrarse y han conseguido estar felices de puertas para adentro –y han visto el amor detrás de la cortina de humo de las noticias–, pero sus ciudadanos suelen salir a Colombia como a una pesadilla, salvo cuando salen a celebrar a ciertos héroes que un día amanecen convertidos en villanos, y enfrentan el país como un fardo, y se repiten la frase “pero es mejor esperar a ver qué pasa” porque desconfían siempre de lo que está pasando.

Aquí, tras las ventanas de la ensimismada Bogotá, produce algo semejante a la esperanza la noticia de que ya se han desmovilizado 7.000 guerrilleros de las Farc, que un día de los viejos terminaron metidos en la industria de la guerra; produce algo parecido a la tranquilidad la noticia de que en Arauca, en Bolívar, en Guainía, en Meta, el Ejército y la Fiscalía han estado encarando con fuerza e ingenio a unos 500 disidentes de cinco frentes guerrilleros. Según cuentan los periódicos, en días pasados se ocuparon bienes por 282.000 millones de pesos, pues “sin recursos –dijo el comandante general Mejía– esas disidencias no pueden crecer en su visión criminal”: en Cerro Tigre, en el parque de Puinawai, en la zona de reserva natural en Guainía, se recuperó una mina ilegal de la que los capos de las Farc sacaban millones de dólares en coltán y tungsteno.

Y, sin embargo, lo colombiano no sólo es decir “pero es mejor esperar a ver qué pasa”, porque esperar es lo que manda la experiencia, sino después regodearse en la certeza de que todo saldrá mal: en Colombia las noticias terminan siempre con un pero.

Sí, se está dando una paz, pero… Allá en La Guajira, en donde sólo hay agua el día en el que aparece el Presidente, siguen muriéndose los niños de hambre porque el entramado de la corrupción regional ha estado haciendo imposible lo humano en el buen sentido de la palabra. Allá en Yopal, en el departamento de Casanare, en donde se jura por Dios que el acueducto estará por fin a finales de año, se ha aplazado por enésima vez la lectura del fallo de uno de los procesos judiciales que el encarcelado alcalde de la ciudad ha estado enfrentando desde antes de ser elegido: “renuncio para salvar a Yopal de la corrupción”, dijo hace un mes el señor, y ahí sigue. Y acá en Bogotá han estallado una serie de petardos para que no se nos ocurra pensar que esto ha dejado de ser lo que fue.

Cerca de cuarenta personas resultaron heridas por culpa del explosivo puesto por miembros del ELN en el barrio La Macarena.

Las dos bombas que causaron daños en 118 viviendas, plantadas en un par de madrugadas del barrio Teusaquillo, eran contra el restaurante iraní Shahrzad. Que desde fuera, si usted pasaba por la carrera 16 con la calle 48, era una típica fachada de la cuadra, pero ya adentro era un lugar acogedor como del mundo persa –zumaque, kebab, lentejas, yogur, sabzi– atendido desde 1997 por un hombre de 57 años nacido en Irán. Por qué le ha sucedido a un inocente semejante horror: quizás por negarse a ceder, como cualquiera que no se resigna a la ley de la selva, a las extorsiones de las bandas que se disputan la seguridad e inseguridad de la ciudad. Pero también porque este país feliz de puertas para adentro sigue en mora de derrotar las depresiones –las pobrezas y las corrupciones y las violencias– que de tanto en tanto le estallan las ventanas.

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