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En el infierno de Boko Haram

EL PAÍS viaja al Estado de Borno, en Nigeria, territorio del grupo terrorista Boko Haram. Allí, 1,5 millones de personas se agolpan sin apenas comida ni agua en los pocos pueblos que controla el Ejército

En la región de Borno, norte de Nigeria, todo el mundo recuerda el momento en el que vio por primera vez a los milicianos de Boko Haram. “Fue un lunes”, dice una mujer. “Eran las tres de la madrugada”, dice un chico. “Era martes, después del rezo”. Todos saben la hora, el día y lo que estaban haciendo en ese momento. El momento en el que irrumpió Boko Haram en sus vidas.

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En el caso de Fatana Abdul (nombre ficticio) era jueves. Con un hiyab azul, un hilo de voz y sentada en el suelo de la tienda de campaña de un campo de refugiados, cuenta que era la una de la madrugada cuando Boko Haram llegó a su aldea en la región de Marte. "Llevaba varias noches durmiendo mal. Me encontraba enferma, como un mal presentimiento. Esa noche tampoco estaba durmiendo", dice. Y en su desvelo escuchó, a lo lejos, disparos. "Enseguida oí también ruido de motos y gritos". Habían llegado. 

Los milicianos entraron desbocados en la aldea de Fatana. "Disparaban sin parar", recuerda. Abrazada a su familia, Fatana esperaba en su casa lo inevitable. "Agarraron a mi marido y... -hace una pausa- y le cortaron la cabeza delante de mí. Después me agarraron y me llevaron con ellos". Atrás dejó a sus dos hijos, de 7 y 9 años, a los que nunca ha vuelto a ver. En unos minutos su vida se rompió. Fatana estuvo tres meses secuestrada por Boko Haram.

“¿Qué pasó después, cuando te llevaron?”. “Eso no te lo puedo decir. Lo que pasó luego no te lo puedo decir”. Sí cuenta Fatana que, el segundo día de su cautiverio, la declararon esposa de un combatiente. Y habla también de las que eran sus obligaciones: junto a otras cien mujeres, tenía que cocinar, lavar la ropa y mantener en orden y limpio el campamento donde las retenían. También cortar leña. Por la noche, dormir con su nuevo marido.

"No me atrevía a quejarme, a pesar de que estaba muy cansada, con dolores. Si alguna se quejaba, le pegaban. Nos recordaban todo el tiempo que éramos esclavas", explica Fatana. “Me vistieron con un burka negro y unos calcetines negros que daban mucho calor”.

Las reglas eran estrictas: “Si nos cruzábamos con algún hombre teníamos que detenernos y mirar al suelo. Sólo podíamos hablar si nos preguntaban algo. Nos hacían rezar cinco veces al día. A las mujeres embarazadas o mayores las vendían”. “¿Mayores?”. “Sí, de 30 o más. No les sirven como esposas, así que las vendían como ganado”.

Había consecuencias para quien no cumplía lo estipulado. “Una vez que eras declarada mujer de uno de ellos no podían matarte. Pero sí podían matarte si los rechazabas. Si te niegas a casarte, te matan de un disparo. Si te niegas a dormir con ellos, te cortan el cuello”. “¿Aun así, alguna se negó?”. Fatana asiente.

Cuenta Fatana que, por las noches, la mayoría de los miembros del grupo se iban para combatir. Era entonces cuando aprovechaban para hablar entre ellas con susurros. “Hablábamos de nuestras vidas anteriores, de nuestros maridos verdaderos. También planeábamos escaparnos”. En una de esas noches, mientras los hombres rezaban, Fatana y otras dos mujeres se alejaron por el bosque y escaparon. Se cruzaron con una patrulla del Ejército y fueron trasladadas a un campo de refugiados. Vive allí en la actualidad, sola y con una cicatriz en la pierna que certifica haber sido propiedad de Boko Haram. “Me la hicieron con un cuchillo”, cuenta. Una niña de nueve años que escucha pide enseñar también su marca. Se remanga la falda y muestra una profunda cicatriz en su pierna delgada.

El sinsentido

Nigeria es, a día de hoy, la primera economía de África y un país partido en dos. El sur es cristiano, occidentalizado en sus áreas urbanas y con recursos naturales e industriales. El norte es musulmán, la ley vigente es la Sharia, suelo desértico sin recursos y tasas de pobreza, analfabetismo y desempleo a la altura de las regiones más deprimidas de África. Uno de los Estados más castigado es Borno. Y en Borno nació Boko Haram, que podría traducirse como "La educación occidental es pecado".

Fue en el año 2002 en Maiduguri, su capital, una ciudad de un millón de habitantes de calles sin asfaltar, niños descalzos mendigando y mercados abarrotados junto a desguaces improvisados donde se agolpan camiones y coches abandonados. Maiduguri es gris y negro, cubierto de arena y polvo.

La mayor parte del territorio del Estado de Borno se encuentra hoy bajo control de Boko Haram. Sólo las 28 principales ciudades y pueblos del Estado permanecen manejadas por el Ejército

En origen, Boko Haram fue un movimiento islámico radical dedicado a asistencia social, adoctrinamiento y protestas constantes contra el Gobierno central, al que recriminaban la corrupción, el abandono y los desmanes del Ejército. “En ciudades de Borno como Gowle, el 80% de los vecinos se mostraba hace solo unos años partidario de Boko Haram. En Maiduguri casi un tercio simpatizaba”. Lo cuenta el jefe de seguridad de una ONG presente en la zona.

Ustaz Mohamed Yusuf era el líder entonces y en el año 2009 decidió revolverse en armas contra el Gobierno. Terminaría ese año ejecutado por la policía en un callejón de Maiduguri. Heredó el cetro Abubaker Shekau, actual líder y quien, en el año 2011, cambió el rumbo del grupo hacia el sinsentido. Hacia la violencia extrema. Arrancó la guerra.

Durante el conflicto, Boko Haram juró lealtad a Al Qaeda y se hizo globalmente conocido en el año 2014 por el secuestro de 200 niñas en una escuela de Chibok (pueblo de Borno a unos 100 kilómetros de Maiduguri) que promovió aquello de #bringbackourgirls (la mayoría de aquellas niñas jamás ha vuelto y representan una ínfima parte de las 10.000 mujeres y niñas que, según el Gobierno nigeriano, Boko Haram ha secuestrado desde el inicio de la guerra). Finalmente, en el año 2015, se declararon filial del Estado Islámico.

Desde que Shekau tomó el control y arrancó el conflicto, Boko Haram ha dejado de dar asistencia, de adoctrinar y de protestar contra el Gobierno. Las acciones se reducen ahora a mantenerse activos en la contienda: asaltan aldeas y pueblos para conseguir víveres, secuestran hombres para hacerlos combatientes y mujeres para esclavizar, atacan convoyes militares para lograr armas y matan a todo aquel que no se pliega a su forma de pensar. Su objetivo final es instaurar un califato.

El conflicto está mediáticamente opacado por la tragedia de Siria, pero prosigue crudo y sin tregua en el norte de Nigeria. Afecta también al resto de países de la cuenca del lago Chad: Níger, Chad y Camerún, donde se suceden los ataques.

La mayor parte del territorio del Estado de Borno -epicentro de la crisis- se encuentra hoy bajo control de Boko Haram. Sólo las 28 principales ciudades y pueblos del Estado permanecen manejadas por el Ejército, incomunicadas entre sí, inalcanzables por carretera. Como islas. Fuera de ellas, los combatientes islamistas se mantienen en movimiento y dominan el terreno. Cuando el Ejército aprieta, se refugian en santuarios como el bosque de Sambisa, al sur de la capital, o en la zona fronteriza con Camerún. Desde allí llevan a cabo emboscadas e insisten en intentar tomar algunos de estos 28 pueblos a salvo. Es una guerra tan declarada como desconocida.

Cada día son asesinados, secuestrados o reclutados decenas de vecinos de las zonas rurales de Borno que no han abandonado a tiempo sus casas. Alrededor de pueblos como Rann o Pulka -controlados por el Ejército y, actualmente, frentes de batalla- el intercambio de fuego es intenso, con los combatientes de Boko Haram intentando tomar las localidades a la fuerza. ONG como Oxfam, que organizó esta visita, tienen que llevar víveres cada semana a estos pueblos en helicóptero. Un cooperante asegura que el aislamiento está dejando al menos 200 muertos cada semana en estos lugares, ya que en la mayoría de estos 28 santuarios se agolpan miles de desplazados, huidos de las aldeas atacadas, confiando en que Boko Haram no rompa el cordón militar que les protege. Y luchando por conseguir un agua y una comida que ya eran escasas antes de su llegada.

En total, son 1,4 millones las personas que han tenido que abandonar sus aldeas para refugiarse en esta suerte de islas urbanas vacías de recursos. El escalofrío llega cuando un periodista nigeriano especializado en Boko Haram y que pide no publicar su nombre explica que, aproximadamente otro millón y medio de personas permanecen todavía en el interior del Estado, lejos de las ciudades protegidas. “Algunos están escondidos, me pregunto alimentándose de qué; otros viven en aldeas controladas por Boko Haram obligados a obedecer. Son los olvidados”.

Cuando se sobrevuela el Estado de Borno se pueden ir viendo, sobre el terreno marrón y arenoso, las aldeas quemadas y destruidas. El dibujo de una región arrasada, abandonada, inhóspita.

Y pese a ello, en cada pueblo y aldea, aunque minoritarios y silenciosos, todavía existen simpatizantes de Boko Haram. Casi siempre jóvenes sin educación, trabajo ni modo de vida que ven en afiliarse a la causa terrorista una salida. En el sur de Maiduguri, la capital, hay ataques y atentados casi cada semana. Y son llevados a cabo por chavales de la ciudad. En los pueblos hay bombas y disparos casi a diario. Siete militares murieron la semana pasada en una emboscada. “Pero no se sabe mucho fuera de aquí porque esto se ve como un problema local”, explica el periodista nigeriano. “Boko Haram no ha atentado en Occidente ni tampoco pone en peligro recursos para la exportación. Por tanto, no hay intervención como sí la hay en Siria o Irak”.

Esclavos de Boko Haram

Naciones Unidas estima en siete millones el número de víctimas del conflicto en términos humanitarios. Unos 5 millones de personas están en riesgo de hambruna. Aproximadamente 2,5 millones están fuera de sus casas, desplazados o refugiados en los países vecinos. Unas 150.000 personas han sido asesinadas. Al menos 2.000 han muerto de hambre sólo en Borno.

Más de 10.000 mujeres y niñas han sido secuestradas: casi todas violadas, muchas obligadas a casarse con combatientes y otras, casi siempre niñas, empujadas a suicidarse en mercados o mezquitas con chalecos explosivos adosados a sus cuerpos.

Mujeres refugiadas hacen cola en un campo de refugiados para acceder a un kit de higiene.
Mujeres refugiadas hacen cola en un campo de refugiados para acceder a un kit de higiene.Pablo Tosco

Tagana Goni Ali tiene 29 años. Es de Muntina, una de las miles de aldeas vacías de Borno. Huyó de ella cuando entró Boko Haram, a tiros, hace un año y medio. Ahora vive en Kawar Maila, el barrio paradoja: se trata de una zona de la ciudad de Maiduguri en la que la mayoría de vecinos simpatizaba con Boko Haram. El Ejército los sacó de allí y las casas vacías las ocupan ahora desplazados como Tagana.

Es un barrio de chabolas, casas semiderruidas, basura acumulada, canales de agua marrón y cabras comiendo entre los niños que juegan descalzos. “Antes vivía en una casa bonita, teníamos comida y dinero. Ahora no tenemos nada, pero estamos seguras aquí”. Tagana salió corriendo con su bebé en la espalda cuando llegó “la insurgencia”, como ella los llama. En brazos llevaba otra hija, de seis años. El peso le hizo caer y sus perseguidores, tal y como la propia Tagana relata, comenzaron a golpearla en el suelo con palos y las culatas de las armas. El bebé fue el involuntario escudo. Murió por los golpes. A la otra hija se la llevaron. No la ha vuelto a ver.

A las afueras de la ciudad, no muy lejos del barrio de Tagana, se extiende el campo de desplazados más grande de Borno. En Muna Garage viven unas 32.000 personas. Sobre el polvo se levantan cabañas, se suceden improvisados corrales de vacas esqueléticas y un grupo de mujeres espera bajo un árbol a ser interrogadas: acaban de llegar al campo, sin marido, y son sospechosas de ser esposas de combatientes.

Ridwen Ehmid es uno de los obligados vecinos de Muna Garage. Tiene 44 años y era profesor de inglés en Gashajar, su pueblo natal, muy cercano a la frontera con Níger. Es un hombre robusto, de barba blanca y ojos vivos con facilidad para humedecerse. En su tienda de campaña, sobre varias alfombras amontonadas, cuenta cómo fue el día en el que llegó Boko Haram a su aldea. “Era muy temprano y yo iba caminando hacia la escuela. Escuché un disparo, pero como normalmente había soldados alrededor del pueblo, no le presté atención”. Después llegaron más disparos y los gritos que paralizaron el rostro de Ridwen. “¡Allahu Akbar! ¡Allahu Akbar! [Alá es el más grande]. Eran ellos”.

“Los chicos de Boko Haram entraron en el pueblo disparando a todo. A cualquier cosa. A niños, a mujeres, a todo. Y todos corriendo, gritando, saltando. Una estampida"

Era enero de 2015 aquella mañana en la que llegó Boko Haram. “Yo tuve suerte porque tenía móvil. Así que llamé a mi mujer y le dije que cogiera a los niños y saliese corriendo del pueblo”. Ridwen también empezó a correr. Todo el mundo empezó a correr.

“A ver cómo te lo explico”, dice Ridwen rascando el suelo con su dedo. “Los chicos de Boko Haram entraron en el pueblo disparando a todo. A cualquier cosa. A niños, a mujeres, a todo. Y todos corriendo, gritando, saltando. Una estampida. La gente se tropezaba, saltaba o caía muerta. Gritaban”. Ridwen se dirigió hacia el río Komadugu Yobe, que marca la frontera entre Nigeria y Níger. “La gente se lanzaba para cruzar. Detrás nos perseguían los milicianos, disparaban. Del otro lado estaba el Ejército esperando para ayudarnos”. La mujer y los hijos de Ridwen estaban allí y cruzaron juntos con el impulso del pánico. “Alrededor veía cómo se hundían algunas personas que no sabían nadar. Una mujer desapareció bajo el agua cuando le alcanzó una bala. Cuando logramos llegar al otro lado, los de Boko Haram se dieron la vuelta y regresaron al pueblo”.

Se fueron Ridwen y los demás supervivientes con lo puesto. Así es como huyen todos de Boko Haram. La milicia irrumpe en las aldeas y la gente huye en estampida sin tiempo de llevarse nada. Y sin nada llegan a pueblos vecinos, asentamientos o campos de refugiados. Ridwen y su familia se instalaron en Muna Garage. “Ahora no tenemos nada -dice Ridwen-. Se lo llevó todo el viento”. Toma aire. “Son el mal”.

La generación perdida

Antes de que estallara el conflicto, las fronteras entre Nigeria y sus vecinos eran permeables. Los habitantes las consideraban anécdotas y las atravesaban a menudo para visitar familiares de la misma etnia o acudir a mercados. Hoy están militarizadas. Y las carreteras y caminos inutilizados. Las rutas han quedado en suspenso. Los comerciantes se han arruinado. Los campesinos no pueden cultivar para subsistir. La vida ha quedado interrumpida en la cuenca del Lago Chad.

Un hombre reza en el campo de refugiados de Muna Garage, en Maiduguri.
Un hombre reza en el campo de refugiados de Muna Garage, en Maiduguri.Pablo Tosco

En la zona hablan de la generación perdida. Toda una remesa de niños que no acudirá a la escuela. Toda una franja de población cuyo único objetivo es sobrevivir.

Jakkana es una aldea a unos 25 kilómetros de la capital Maiduguri. Está fuera de la zona de control militar, pero hace meses que no es atacada por Boko Haram. La carretera hasta alcanzar el pueblo está plagada de baches. El paisaje se vuelve desértico, con casas abandonadas, gasolineras destrozadas y grupos de jóvenes armados. Son miembros de la Civilian Joint Task Force (CJTF), una milicia compuesta por vecinos de la zona que apoyan al Ejército contra Boko Haram.

En el check point que han dispuesto a la entrada de Jakkana, los chavales esperan con fusiles y machetes. Uno de ellos se llama Mohamed Goni. No recuerda su edad. Asegura que no cobra por ser un banga, como se denomina a estos milicianos. “Lo hago para proteger al pueblo”. “¿No tienes miedo?”. “No. Son seres humanos, como yo”. Y la respuesta permite saber que, en Borno, no poca gente considera a Boko Haram una suerte de demonios, de violentos seres sobrenaturales.

Jakkana muestra su depresión: pendiente de no volver a ser atacada, el pueblo discurre a lo largo de una carretera gastada que acumula basura en las cunetas. No hay agua corriente y la electricidad llega de vez en cuando. El sol se alía con la arena y el viento para impedir abrir los ojos.

Charla con el autor

Nacho Carretero compartirá con los lectores su experiencia durante más de dos semanas en Nigeria el próximo martes 28 de febrero a las seis de la tarde. Será en la página de Facebook de EL PAÍS.

Un chico llamado Abdul Kadir Musa cuenta que tuvo que dejar Boboshe, su aldea, y refugiarse en Jakkana después de un ataque de Boko Haram. Habla con las manos colgando, inútiles, como si fueran dos pesos muertos. Abdul tiene 20 años y apenas se le escucha al hablar.

Cuenta que, cuando los chicos de Boko Haram llegaron a Boboshe, no le dio tiempo a salir corriendo. “Me cogieron, me ataron con los brazos a la espalda a un poste de madera. A los pocos ancianos que quedaban en la aldea les dijeron: quien lo desate, lo matamos. Y se fueron”. Abdul estuvo unas 20 horas sujeto. “Yo lloraba y gritaba, me dolía mucho. Finalmente, un anciano me desató. Y me escapé”. Abdul no puede mover los brazos. En las vendas que cubren sus muñecas se amontonan las moscas.

Dicen en Nigeria que el próximo mes de mayo van a sacar a Fatana, Ridwen, Abdul y a todos los demás desplazados de los 28 pueblos donde están refugiados y los van a llevar a campos que el Gobierno está construyendo. Dicen también en Nigeria que no le ven final a la guerra. La guerra que casi nadie conoce.

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