Incertidumbre, sueños rotos y solidaridad por el veto migratorio de Trump
El decreto siembra inquietud entre comunidades extranjeras, que se preguntan hasta dónde llegará
Mazi, un iraní de 32 años, no tenía forma de saber si su padre, que vive en Estados Unidos desde los años sesenta, iba a aparecer por la puerta de llegadas del aeropuerto de Dulles, a las afueras de Washington. Sabía que el vuelo, el pasado domingo, había aterrizado, pero no si su padre, un iraní de 75 años sin teléfono móvil, iba a poder pasar la aduana estadounidense. La espera se hizo eterna. “Era un manojo de nervios. Me moría de la ansiedad”, afirma.
A las cuatro horas de la llegada del vuelo —procedente de Irán tras hacer escala en Qatar—, el padre cruzó las puertas de Dulles y se fundió en un abrazo con su hijo. “Él parecía estar bien y aliviado. Yo simplemente estaba pletórico. Me calmó e hizo algunas bromas, pero estoy seguro de que fue estresante para él”, dice Mazi.
La suya es una de las numerosas historias de afectados por el veto migratorio del presidente estadounidense, Donald Trump. La justicia ha paralizado temporalmente la prohibición, que impide durante tres meses la entrada a EE UU de ciudadanos de siete países musulmanes (Irán, Siria, Sudán, Libia, Somalia, Yemen e Irak) y durante cuatro meses de refugiados de cualquier país.
Tras el decreto, firmado por Trump el 27 de enero, hay vivencias reales: sueños rotos, mucho miedo y muestras incontables de solidaridad. El nerviosismo afecta también a ciudadanos de países que no figuran en ese listado. Distintas comunidades extranjeras se preguntan en qué nuevas medidas podrá concretarse la dura política migratoria prometida por la Administración.
Mazi, que trabaja en el sector tecnológico en Washington y declina dar su apellido, posee, como su padre, una green card (permiso de residencia legal en EE UU). En las confusas primeras horas de aplicación del decreto, se impidió la entrada de personas con ese documento y de alguna de las siete nacionalidades vetadas.
El padre de Mazi pensó en cancelar su vuelo, pero al final decidió probar suerte. El viernes, dos días antes de volar, un juez suspendió temporalmente el veto.
Devorado por la angustia, el joven iraní halló consuelo en el aeropuerto: no estaba solo. A su alrededor había al menos cuatro familias iraníes y abogados que asesoraban gratis a afectados. “Me explicaron los procedimientos legales en caso de que mi padre no fuera autorizado a entrar en EE UU”, afirma Mazi.
El padre, que en 50 años apenas había tenido problemas para volver a EE UU, afrontó un intenso interrogatorio. Mazi le había dado información clave: si un agente le pedía su permiso de residencia no tenía por qué entregarlo y tenía derecho a un abogado.
Ofelia Calderón, de 43 años y origen mexicano y chino, es una de las abogadas que presta asistencia legal en el aeropuerto de Dulles. A las pocas horas de la implementación del decreto, surgió un colectivo de abogados que han instalado un puesto en el principal aeropuerto de la capital estadounidense. Son hasta un centenar de letrados en activo y más de mil voluntarios.
“Es una crisis constitucional”, afirma Calderón, especializada en derecho migratorio. “Decidir [quién entra] por su nacionalidad y religión va en contra de lo que somos como país”.
Los tentáculos del impacto del decreto son larguísimos. Abdi, un iraní de 38 años que vive en Washington desde 1999 y que tiene la doble nacionalidad, cuenta que un amigo suyo ha tenido que cancelar su prevista boda en España y otro ha visto cómo quedaba en suspenso una oferta de trabajo.
Y afecta al mundo académico. La Universidad Georgetown ha tildado el veto de preocupante y ha recomendado a estudiantes de los siete países que no salgan de EE UU.
Nervios en Silicon Valley
La inquietud también atenaza la meca tecnológica de Silicon Valley, en el otro extremo del país. El decreto es la conversación más frecuente en un lugar donde la emigración es uno de los pilares del negocio. El 36,7% de los empleados del área de San Francisco son inmigrantes. Y aún no se cubre la demanda, lo que ha llevado a las grandes tecnológicas a reclamar más visados.
La española Marina Delgado Torres, de 29 años, es responsable de Jóvenes con Futuro en Estados Unidos, una empresa que se dedica a atraer a Silicon Valley a desarrolladores extranjeros. Desde que nacieron en 2011, han traído a 46 ingenieros, en su mayoría españoles. En principio llegan con el visado de prácticas, pero el 75% se queda luego en California. “Los países con los que trabajamos no están entre los vetados y tampoco hay ningún cambio oficial que nos afecte. Seguimos adelante con el programa, buscando candidatos y empresas interesadas”, explica Torres, con una dosis de normalidad entre el nerviosismo imperante.
Eventbrite y Uber han mandando cartas a sus empleados extranjeros para mostrarles su apoyo psicológico y legal. Google, Facebook, Twitter o Apple ya han comenzado a pensar en planes alternativos si se endurecen las condiciones migratorias. Lo hacen con dos países en la cabeza: Canadá e Irlanda. Es decir, ampliar las oficinas más cercanas fuera de EE UU.
“Además de incertidumbre, hay miedo a lo que pueda venir”, dice la española Soledad Antelada, de 39 años, una investigadora de ciberseguridad que acaba de lograr un trabajo temporal para el Gobierno federal. Después de seis años en Silicon Valley sabe que en seis meses, cuando termine su contrato, quizá tenga que probar suerte en el sector privado o marcharse al extranjero.
La inquietud afecta también a comunidades no incluidas en el decreto. La aleatoriedad con que se interpretan las medidas es la crítica más común entre los que han emigrado legalmente. Venezolanos y colombianos sienten que pronto pueden ser los siguientes en la lista de países cuyo cupo disminuya o se enfrenten a entrevistas más duras para conseguir un visado.
Una abogada de origen boliviano, que declina identificarse, teme que el veto altere su futuro profesional y personal con su pareja estadounidense. “Ahora los planes se han truncado. Nos movió el suelo por completo. Si pido permiso de boda y me lo niegan, puede demorarse tres años”, dice.
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