Excepcionalismo canadiense
El primer ministro Trudeau puede encontrarse con el inesperado papel de defensor del orden liberal
Con Estados Unidos en retirada y Europa desconcertada ante la sombra de la pinza entre Washington y Moscú, lo que durante la Guerra Fría se llamó el mundo libre vive horas bajas. El sillón del mundo libre, la expresión altisonante que servía para designar al presidente estadounidense, está vacante.
En la Casa Blanca duerme un hombre que ganó las elecciones agitando la xenofobia, cortejando a regímenes autoritarios y acosando a periodistas. Y, si algo ha demostrado Donald Trump en los diez días que lleva en el poder, es que piensa cumplir sus promesas. En Europa el discurso de Trump gana adeptos: el trumpismo no es un fenómeno únicamente estadounidense.
Queda Canadá, convertida en un oasis de estabilidad entre la deriva estadounidense y la confusión europea. Su primer ministro, Justin Trudeau, fue uno de los primeros en reaccionar, y con mayor claridad, al decreto de Trump para frenar la entrada a EE UU de refugiados e inmigrantes de países de mayoría musulmana.
“A los que huyen de las persecuciones, el terror y la guerra, los canadienses os darán la bienvenida, sin importar vuestra fe. La diversidad es nuestra fuerza. Bienvenidos a Canadá”, escribió.
Horas después, un hombre atentaba contra una mezquita en Quebec, la capital de la provincia francófona del mismo nombre. La reacción de Trudeau y de los canadienses en general (sosegada, racional) contrasta con la visceralidad que envenena el debate público en el vecino del sur.
Hace unos años se usaba en ámbitos conservadores —en EE UU y también en España— la expresión “claridad moral”. Era un rechazo al relativismo, a la supuesta tendencia de los progresistas a entender siempre las razones del otro, y una exhortación a distinguir sin miedo entre el bien y el mal, la verdad y la mentira.
La bandera de la claridad moral la lleva estos días el liberal Trudeau. Este político bisoño —él, de quien se decía al llegar al poder que tenía más imagen que contenido y que carecía de la auctoritas y la profundidad de gigantes como su padre, Pierre Elliott Trudeau— aparece, junto a la canciller alemana Angela Merkel, como uno de los pocos contrapesos mundiales a la internacional trumpista.
Es la excepcionalidad canadiense: la América del Norte sin pena de muerte y con sanidad universal; el segundo país más extenso del mundo pero con menos habitantes que España; un país americano pero con identidad francesa, británica e indígena; un modelo multicultural que acoge a personas de todo el mundo sin obligarles a renunciar a su identidad; la Escandinavia norteamericana.
No es el paraíso. Los canadienses tuvieron un antecedente de Trump cuando el histriónico hombre de negocios Rob Ford ganó con un mensaje populista y antielitista la alcaldía de Toronto. Y Trudeau ha cometido traspiés, como los elogios encendidos que dedicó a Fidel Castro, amigo familiar, cuando murió. Que en las relaciones diplomáticas prevalece el interés nacional más que los ideales, también para Canadá, ha quedado claro en los primeros movimientos para renegociar los acuerdos de libre comercio norteamericanos, a espaldas de México si hace falta.
Nada es tan sencillo, claro, y en mundo real hay más claroscuros que claridad moral. Pero en tiempos de los Trump, Putin y Le Pen, Trudeau —y Canadá— es de los pocos que defiende hoy el viejo y desprestigiado orden liberal, un inverosímil e improbable ocupante del sillón de leader of the free world, como se decía en tiempos de la Guerra Fría, de líder del mundo libre.
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