La vida resurge poco a poco en las calles de Siria
La necesidad de huir mentalmente de la guerra devuelve la actividad a cafés y restaurantes de Damasco y Alepo
“¿Tiene usted reserva? Estamos completos” , grita el camarero para hacerse oír por encima de la canción de los Juanes que retumba de fondo. Como cada jueves, los jóvenes sirios comienzan su fin de semana copando los bares, pubs y restaurantes de Damasco. Cinco años sin un solo turista ha mermado el sector hostelero, que, desde hace un año, renace de sus cenizas atrayendo a la clientela local. Los jóvenes acuden con más ganas de vida y con menos ahínco en preservar unos ahorros que se han devaluado a la velocidad del sonido. Con el alto el fuego vigente entre las tropas afines al Gobierno y los rebeldes desde la victoria de los primeros en Alepo, la alegría de vivir vuelve a la Siria del presidente Bachar el Asad.
“A los sirios nos gusta la vida … nos gusta la música”, canturrea Najla al tiempo que contonea las caderas al ritmo del repertorio folclórico. “¡Y nos gusta el araq [anís típico de la región]!”, interviene otro joven desde una mesa cercana alzando su vaso en un brindis al aire. La escena tiene lugar en Bab Sharki, barrio cristiano del casco antiguo de Damasco y destino predilecto para los jóvenes. Decenas de bares abren sus puertas como las de Cosette, en el que el atrezo se cuida hasta el mínimo detalle en una fusión que combina tendencias europeas con el décor oriental. “Es espantoso no vivir”, reza una pintada en inglés sobre la barra del bar.
La guerra no está reñida con la vida y menos aun con la diversión. En las zonas bajo control del Gobierno de Damasco se concentra el 70% de la población del país, hoy reducida a 18 millones tras que cinco hayan buscado refugio en el extranjero. Las dos principales urbes, Alepo y Damasco, albergan a más de un tercio. Hastiados tras seis años de guerra que pesan sobre sus espaldas, en los que prácticamente todo sirio cuenta con un familiar entre los 312.000 muertos, despejar la mente en las escasas horas libres y sacudirse los traumas del cuerpo se convierte en casi una necesidad.
En los vericuetos del casco viejo de Damasco, pequeñas portezuelas esconden grandes tesoros arquitectónicos convertidos en oasis de esparcimiento. Es el caso de Muzica, casa árabe transformada en pub de alta posición social donde la entrada se paga a 10 euros por cabeza. Ellas en faldas, ellos con el pelo concienzudamente engominado. Huir mentalmente de la guerra pasa para algunos por embriagarse con alcoholes de dudosa producción. “Nos estamos libanizando”, ironiza un joven apurando el último sorbo de su copa. Y no le falta razón ante una nueva realidad que recuerda a la Beirut de la guerra, donde tras cada bombardeo o combate los jóvenes de la capital libanesa hacían cola a pie de barra para “olvidar”. Con la progresiva normalización de la rutina de guerra, los vigilantes de la moral bajan la guardia ante parejas que se besan en un bar, jóvenes en minifalda o chavales haciendo el botellón en un parque. “También tienen derecho a divertirse”, les excusan los abuelos. Aunque estos prefieren pasar el rato probando suerte en los populares juegos de mesa.
La trilogía de los jóvenes sirios: el éxodo, la universidad o la trinchera
Con los varones absorbidos por la guerra y la emigración, las caras de mujer prevalecen en las calles sirias, administraciones y universidades. “Pensaba irme al extranjero a buscar trabajo tras los estudios, pero si la situación mejora prefiero quedarme”, dice Tony en Alepo, de 19 y estudiante de medicina. A pesar de la falta de efectivos en las tropas regulares, la Siria bajo control del Gobierno de Damasco sigue concediendo prórrogas por estudios a aquellos universitarios en edad de insertar el Ejército. Al menos 70.000 jóvenes han desertado del país en buscar de un mejor futuro, renunciando a luchar en las trincheras insurrectas o embarcase en un servicio militar indefinido. Un éxodo que comienzan a revertir hoy, a cuenta gotas, un puñado de veinteañeros decepcionados por su vida como refugiados.
Amparadas por una tregua que ha silenciado la lluvia de morteros, el trasiego de gentes retorna a las calles de las principales urbes. En Damasco, los sirios de más edad concurren el exquisito barrio de Abu Rumana. Allí, las mujeres se reúnen para ir de tiendas y cargadas de bolsas buscar un descanso para los pies en los restaurantes del lugar. Fuman pipas de agua y discuten sobre el futuro de los hijos. Los que tienen menos recursos optan por reunirse en los jardines públicos, oteando a los más pequeños que se arrojan por los toboganes. Otros, aprovechan el buen tiempo en soledad para disfrutar de un libro a la sombra de un árbol.
Los pequeños tenderetes que ofrecen shawarmas o cafés con cardamomo están más llenos que nunca en un país donde los frigoríficos caen en desuso a falta de electricidad que los nutra o de recursos para hacer frente al costo de generadores privados. En Alepo, el barrio cristiano de Lazizie ofrece una gran variedad de bares y restaurantes. Los locales hacen estragos para atraer a unos clientes cuyos bolsillos se duelen del salario medio de 50 euros mensuales y de una devaluación de la lira siria que vale diez veces menos que en época de preguerra.
A medianoche, varios corrillos de hombres degustan sus puros y conversan entre sorbos de whisky en el establecimiento Wanes. Al otro lado de la cristalera, cuatro adolescentes pasan cogidos por el brazo soltando sonoras carcajadas. Escena insólita dos meses atrás en una ciudad donde pasadas las ocho de la tarde no se oía más que el ronquido de los generadores y el maullido de gatos rebuscando en los contenedores. La joven de la izquierda ha venido de Damasco a visitar a su familia aprovechando que la carretera es hoy segura. La de la derecha ha volado desde París, donde estudia derecho, y regresa a su ciudad exenta de guerra por primera vez en cuatro años.
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