Contra Trump vivimos mejor
El ya presidente estadounidense y los medios han creado una relación perversa que beneficia a ambos en la dialéctica de contrarios
No se le ha concedido a Trump la convención de juzgarlo en 100 días de Gobierno. Ni si quiera se le han permitido 100 horas, pues ya se le organizó una manifestación de repulsa el sábado, como si Trump fuera un usurpador y como si la victoria pudiera explicarse sin la mitad del sufragio, el desengaño de Obama, la campaña negligente de Clinton y el papel antagonista de los medios informativos.
Ha vuelto a demonizarlos el magnate y los ha llegado a degradar a la categoría de las profesiones más deshonestas del planeta, perseverando en el ardid que lo hizo campeón: Trump necesita el enemigo. Y se ocupa de nutrirlo, de abastecerlo con argumentos estrafalarios, viles, que tonifican la tensión dialéctica.
Es el contexto en que ha instalado la discriminación orwelliana entre la verdad gubernamental y los hechos alternativos. Trump se concede a partir de ahora la posición del dogma. Y convierte a los medios en tergiversadores, no porque lo piense, sino porque la popularidad incendiaria del presidente requiere el juego perverso de una oposición sobrexcitada, polarizando el debate a un permanente plebiscito personal.
Es tarde para remediar la dinámica, la tensión de contrarios. No sólo porque el líder populista ya ha accedido al trono de la Casa Blanca, sino porque los medios informativos convencionales vivimos bastante bien contra Donald Trump. Nos proporciona tráfico y debates. Nos aporta sensacionalismo. Nos sacia de noticias.
Y nos debería obligar a un ejercicio de autocrítica y de responsabilidad. ¿Hubiera sido Trump presidente sin el antagonismo de los medios? ¿Cuántas horas de televisión gratuita se le concedieron al candidato republicano frivolizando con sus opciones, recreándonos con su pintoresquismo, subestimando el hastío de los votantes y la correspondiente adhesión a un fenómeno antipolítico que apela al miedo y al instinto?
Donald Trump ha reanudado la contienda. O nunca ha dejado de emprenderla, consciente de que su beligerancia contra el establishment le exige insistir en las presiones a la prensa, buscarle los costados, escandalizarla.
Y la prensa, unas veces cándida, otras, soberbia, y las más, provista de razones, reacciona soliviantada. Se siente obligada a denunciar los peligros evidentes de un personaje zafio y faltón, nacionalista y xenófobo, incurriendo a veces en un histerismo preventivo que recrea la ferocidad del monstruo a expensas de la ley de Godwin: se empieza hablando de Trump y se pierde la razón hablando de Hitler.
Trump representa un problema concreto, pero también es un síntoma ajeno a sí mismo y una construcción colectiva. Le han dado forma los votantes. Y ha contribuido a modelarlo la prensa en un juego perverso, temerario, de intereses, aunque resulta mucho más sencillo restringirlo al papel de un caudillo cipotudo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.