La historia tiene prisa con Donald Trump
El presidente es un dado lanzado al aire: nadie sabe de qué lado caerá. Ese es su poder y su peligro
La historia tiene prisa con Donald J. Trump. Desde que ganó las elecciones, todo le ocurre antes de tiempo. Incluso la presidencia. Este viernes ha jurado el cargo, pero nadie duda de que ya gobierna desde tiempo atrás. En las últimas semanas apenas se ha vivido un día en que, con su cuenta de Twitter, no sacase al tiburón que lleva dentro. En detonaciones de 140 caracteres ha agrietado las relaciones con China hasta el punto de resucitar el espectro de una confrontación. Sin parpadear, ha pulverizado años de distancia con Rusia e inaugurado una era de amistad con el implacable Vladímir Putin. Por la misma senda ha sacudido a la OTAN, menospreciado a Ángela Merkel y humillado con ademanes coloniales a México.
Son tantas las columnas derribadas en dos meses que, haga lo que haga, el edificio tardará mucho en repararse. Su propio gabinete refleja este vértigo. Aunque entre sus miembros hay elementos sólidos como los secretarios de Estado y de Defensa, también abundan extremistas al mando de áreas críticas. El cambio climático, los derechos de los migrantes, la atención sanitaria y hasta la eficacia de las vacunas han empezado a ser cuestionados en una marea que amenaza con llevarse por delante la herencia de Obama.
Todo ello ha conducido a un territorio inexplorado. Un espacio político donde la polarización, tan presente en la campaña, no ha dejado de crecer. Los últimos sondeos muestran que el republicano accede a la Casa Blanca con uno de los índices de aceptación más bajos de la historia. Un 51% de la población, según una encuesta de Gallup de principios de enero, le desaprueba, frente a un 44% que le apoya (Obama llegó a tener el 83% de aprobación, Clinton el 68% y George W. Bush el 61%, en sus primeras tomas de posesión).
Este desnivel, que haría enmudecer a cualquier otro político, no tiene visos de alterar a Trump. Como todo dueño de casinos, sabe que las ganancias se logran afinando el cálculo. Ya en las elecciones, pese a quedar por detrás de Hillary Clinton, consiguió el triunfo gracias a una ventaja quirúrgica de 77.759 votos en tres estados claves (Michigan, Wisconsin y Pensilvania). Ahora entra en la Casa Blanca con una valoración mínima, pero con un vector fundamental, el índice de confianza del consumidor, por las nubes. Nunca desde 2001 había sido tan alto. Una mayoría de estadounidenses, sobre todo la población blanca madura, confía en que el país prosperará bajo las promesas de recorte fiscal y desregulación. También Wall Street y su mercado bursátil parecen creerlo.
Esa es una de las grandes bazas de Trump. Aunque su consecución no será sencilla. El jefe de Estado tiene autonomía en amplias cuestiones de comercio exterior, regulación ambiental e inmigración. Pero en el terreno fiscal deberá convencer al Congreso. A unas cámaras donde, si bien los republicanos son mayoría, hay una notable tradición de resistencia a la apisonadora presidencial.
En ese contrapeso radicará una de las claves del mandato. Muchas de sus proclamas, incluidas sus amenazas al establishment lobista, posiblemente sean estranguladas en los trámites parlamentarios. Para superar este escollo, Trump deberá aguzar sus dotes negociadoras y buscar pactos más allá de la demagogia. En ese trance tendrá que explotar al máximo a un aliado que puede ser su peor enemigo: él mismo.
Trump es un político que lleva dinamita en la sangre. Su fortuna se ha creado a golpe de escándalos. Su ego nunca ha conocido límite. “Amo a los perdedores porque me hacen sentir bien conmigo mismo”, ha llegado a decir. Altanero y vociferante, es raro no verle caer en la desmesura, como cuando afirmó que su superventas El arte del trato (The art of the deal) es el libro más importante jamás escrito después de la Biblia.
Pero antes que sus baladronadas, son sus obras las que le pueden asestar una puñalada. Su entramado empresarial, enraizado en lo más profundo del pantano inmobiliario, es un polvorín que en cualquier momento puede estallar. Lo mismo ocurre con su peripecia vital, en la que se entrecruzan casinos, denuncias de índole laboral y sexual, y extraños vínculos con satélites de las familias mafiosas Gambino y Genovese.
Las medidas de contención y salvaguarda adoptadas por Trump ante este peligro no han dejado de ser contradictorias. Ha creado un fideicomiso para evitar dirigir sus negocios, pero ha puesto al frente a dos de sus hijos. Ha querido soslayar el nepotismo alejando de la Administración a su amadísima hija Ivanka, pero ha nombrado asesor especial a su marido, Jared Kushner. El conflicto de interés, por mucho que las leyes estadounidenses eximan al presidente, le acecha a cada paso. Los medios de comunicación lo denuncian a diario y cualquier falla puede abrir una brecha letal para su mandato.
Hasta el momento ha sobrevivido. Incluso ha ganado. Pero con Donald Trump, el futuro tiene forma de enigma. Jugador de apuesta fuerte, el presidente es ahora mismo un dado al aire. Puede caer de cualquier lado. En esa imprevisibilidad se basa su magnetismo y su capacidad negociadora. Pero también el riesgo para Estados Unidos. En escasas semanas, ha retado a China, México, los inmigrantes, las multinacionales, la comunidad científica, la Unión Europea y los servicios de inteligencia.
En estos vertiginosos días, el mundo ha aprendido que con Trump las cosas no suceden, se precipitan. No hay batalla a la que no se lance. Ni bomba que no active. Incluso a su mandato lo ha puesto en marcha antes de hora. Lo que nadie sabe con seguridad es cuándo y cómo acabará. A este ritmo, cuatro años parecen muchos. Pero ya es tarde para echar el freno. La ruleta se ha puesto a girar. Y el mundo con ella. Donald Trump ya es presidente.
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