Una peineta a Matteo Renzi
La vanidad y la ambigüedad del referéndum malogran el plebiscito personal del primer ministro
Ir a votar sin saber lo que se vota. La contradicción entre el éxtasis democrático de un referéndum y el arcano que alojaban las papeletas representa el mayor reproche que se le pueda hacer al fallido proyecto de Renzi.
Se antojaba sensato despojar al sistema italiano de la esquizofrenia bicameral, como lo era otorgar mayores poderes al Ejecutivo, pero la complejidad y la vanidad de la reforma derivaron la consulta a la simplificación de un plebiscito personal.
Renzi llegó al poder sin pasar por las urnas y ha sido devorado por ellas. No solo por haber sobrestimado su reputación entre los compatriotas, sino por haber pretendido inculcar una microrevolución que ni siquiera había logrado el consenso de su partido.
Es la razón por la que la lectura traumática del 4D escapa incluso a la tentación de vincularla en exclusiva a la inercia apocalíptica del Brexit y de Trump. Que Mario Monti y Massimo D'Alema, ex primeros ministros en las antípodas, hicieran campaña contra el referéndum demuestra que podía votarse no desde el decoro institucional.
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El matiz de la ortodoxia no contradice la euforia de los partidos xenófobos ni la resurrección fantasmal de Berlusconi. Que fue el pionero de la política espectáculo hasta que le adelantó por la izquierda un humorista más versátil con el megáfono.
Beppe Grillo, en efecto, urgía a votar este domingo con las vísceras.
Y no se trataba de una metáfora. Reclamaba a sus militantes que se expresaran en las urnas con el estómago. Nada de reflexionar. Grillo admitía incluso que la idea de fundar el Movimento 5 Stelle (M5S) se la proporcionó una gastritis, de tal forma que el partido italiano de los indignados surgió de un parto extrauterino.
La noticia añadía un brochazo estrafalario a la desmesura de una campaña mucho más frustrante y desesperante de cuanto parecía necesario. Y no es que Italia se dividiera en dos, como ocurrió con Reino Unido y EE UU. El referéndum en sí mismo carecía de razones para apasionarse y de motivos para echar al cuñado de casa, pero la crispación de la campaña, los intereses partidistas y la coyuntura internacional han procurado un estado de psicosis, abocando la patria al "miniapocalipsis".
El neologismo lo ha acuñado el filósofo Massimo Cacciari en el esfuerzo terapéutico de la ducha escocesa. O hay Apocalipsis o no lo hay, podríamos objetarle, pero el prefijo diminutivo recrea el coeficiente de desdramatización que se le debe aplicar a cualquier fenómeno italiano, por mucho que resulte tentador la construcción de una trilogía catastrofista en el triángulo fatídico de Londres, Washington y Roma.
Estamos en la edad de las posverdades. Que son las verdades como se sienten. Por eso Beppe Grillo urgió a votar con la barriga. Y por la misma razón la política se arriesga a perder su capacidad civilizadora. Especialmente cuando se frivoliza con los referéndums, no ya subordinando la conveniencia de la democracia representativa en las cuestiones técnicas, sino reclamando a los electores para que resuelvan el enigma de una papeleta inextricable siendo mucho más sencillo un corte de mangas.
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