Contra las costumbres y la tradición
La nueva 'prohibición' vaticana a esparcir cenizas de los muertos es un matiz a la antigua prohibición total de las cremaciones
La Iglesia romana suele asumir las costumbres sociales, sobre todo si las acaban practicando también sus fieles, aunque a veces se toma siglos. Empieza con condenas airadas y con prohibiciones, más tarde suaviza sus negativas, y acaba asumiendo la realidad cuando ya no le queda más remedio. No hablemos sobre si la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol. Decía el Catecismo de la Doctrina Cristiana, de Gaspar Astete, que “al fin del mundo han de resucitar todos los muertos, con los mismos cuerpos y almas que tuvieron”. Escrito en 1599 y conocido como El Astete, el famoso jesuita y sus imitadores olvidaron catequizar sobre si la resurrección se produciría con los cuerpos jóvenes o ya decrépitos. Pero esa doctrina fijó otras muchas, como la de las exequias en camposantos. La última reforma del Código de Derecho Canónico dedica un largo título al tema.
El vocabulario clásico conoce a todo eso como el Entierro. La penúltima trifulca se produjo cuando las Administraciones Públicas, aún antes de municipalizar los cementerios, obligaron por la escasez de espacio a construir nichos de cemento, uno encima de otro, en varias alturas. Eso no era un Entierro como Dios manda, sino el emparedado de cadáveres, protestaron los eclesiásticos fundamentalistas. También se opusieron a las cremaciones, ahí con más intransigencia. El Vaticano del posconcilio de 1965 a lo sumo que llegó fue a permitir “negar las exequias eclesiásticas a los que pidieran la cremación de su cadáver por razones contrarias a la fe cristiana” (canon 1184).
Todo ello, por cierto, no deja de ser una interpretación fundamentalista de la idea de la resurrección de los muertos. En la tradición judeo-cristiana se afirma que el hombre “es polvo y en polvo ha de convertirse”. Se oye a diario en los entierros y funerales, citando al Génesis. El destino del género humano es volver a la tierra, sea pudriéndose o mediante la cremación del cadáver. El teólogo Juan José Tamayo añade más, en Para comprender la escatología cristiana (Editorial Verbo Divino. 1993): “(La resurrección de los cuerpos) no puede ser tomada literalmente, sino como el teologal símbolo del triunfo de la vida sobre la muerte”.
Ahora, el prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, el cardenal Müller, nombrado para el cargo por el papa emérito Benedicto XVI y no removido por Francisco pese a ser su principal opositor, produce una regulación meticulosa pese a que todo parecía ya normalizado. Es una demostración de fuerza, como si el conocido como policía de la fe quisiera demostrar que la vieja inquisición existe para prohibir.
La Iglesia romana, con su enorme poder, logró convertir a la Teología en "la emperatriz de las ciencias" hasta muy entrado el renacimiento. Lleva siglos empeñada en desdecirse de aquel (falso) honor. Al margen de las víctimas (Giordano Bruno, Galileo Galilei o fray Luis de León entre las más sonadas: eran "años recios", se resignó Teresa de Ávila), la prepotencia ensombreció la visión de la humanidad y alcanzó límites tenidos hoy por irreverentes. Por ejemplo, el teólogo capuchino Martin Von Cochem llegó a fijar la altura de las llamas del Infierno, llamando la atención sobre el hecho de que su fuego es más tórrido que el terrenal porque “es Dios quien lo sopla”. Naturalmente, Von Cochem hablaba de la quema de cuerpos. Sin cuerpo físico (los resucitados del padre Astete), no habría nada que quemar. Bonito tema para entretener una tarde.
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