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En ANÁLISIS
Columna
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Desde el jardín

Trump no termina de decidir si persigue la victoria o prefiere la derrota

Era Chance, the gardener, un hombre sin educación ni inteligencia alguna. Solo miraba televisión—su fuente de conocimiento—y cuidaba el jardín—su fuente de inspiración. Hasta que el dueño de la gran mansión en Washington donde vivía, trabajaba y era feliz, fallece. Chance debe partir entonces, para ver el mundo por primera vez. Sin tener donde ir, vestido con los costosos trajes de décadas pasadas donados por su benefactor pero desnudo en tantas otras dimensiones humanas.

Protagonizada por el gran Peter Sellers, el título original es Being There, aunque Desde el jardín, como fue traducida al español, la retrata mejor. Atropellado por un auto, el mundo fuera del jardín era tan desconocido como accidentado. Es atendido por la dueña del vehículo, esposa del magnate Ben Rand, quien lo lleva a su propia casa para su recuperación. Al ser preguntado por su nombre, murmura una inentendible respuesta. Chance se convierte así en Chauncey Gardiner, un hombre en extremo elegante y de buenos modales.

Evidentemente, un miembro de la elite. Su manera simple y directa de ver el mundo cautiva a Rand, quien además es asesor del presidente de Estados Unidos. Su capacidad de hablar en un lenguaje común, y acerca de lugares comunes, se interpreta como un eximio talento para comunicar problemas complejos en términos simples. Así llega al propio presidente de la nación, quien también admira su aguda sencillez.

Si así está el Partido Republicano con Trump como candidato, no es difícil imaginar como estaría con Trump como presidente

Se hace parte del establishment político. Su creciente influencia lo lleva a los programas de televisión en los que su sabiduría causa fascinación. Chauncey—Chance—habla del crecimiento de las plantas de acuerdo a las estaciones del año, pero Washington escucha una disertación sobre los espontáneos ciclos de negocios. Explica que las plantas pueden volver a crecer con buenos cuidados si tienen raíces sanas, claramente en referencia a los fundamentos de la economía. Y por supuesto, que la ramas enfermas deben ser cortadas muy cerca del tronco, una explícita advertencia a tantos políticos corruptos.

En su crasa e ignorante literalidad Chauncey comunica exquisitez metafórica. Su proyección es inminente. Chauncey tiene que ser candidato a la presidencia, es el clamor de todos. Pero ese es el preciso momento en que abandona, se aleja caminando sobre el agua (en realidad, con los pies en el agua) y la película concluye, privándonos de una presidencia como ninguna. 

Es cuando la ficción se convierte en una modesta premonición de la realidad. Un candidato pedestre y literal, además de en permanente contradicción, que no termina de decidir si persigue la victoria o prefiere la derrota. Como Chauncey Gardiner, Trump es el perfecto candidato accidental, lleno de clichés y prejuicios, sin substancia, ignorante en los temas e indisciplinado en la campaña. Un candidato que insulta cuando apoya, repele cuando elogia y desprecia a los mismos votantes que convoca. Y todo ello en la misma oración. Ha regresado aquel sentido común del verano de 2015: solo quiere el rating de las primarias para lograr un nuevo ciclo con The Apprentice.

El problema central y mayúsculo dilema es para el Partido Republicano, a quien Trump puede arrastrar a la derrota en la elección presidencial tanto como en distritos fundamentales para controlar el Congreso. Para el partido como un todo, es la hora del soul searching, de buscar dentro del alma para entender cómo llegaron hasta aquí, este dramático escenario en el que perder es lo racional y la derrota, tranquilizadora. Es que si así esta el partido con Trump como candidato, no es difícil imaginar como estaría con Trump como presidente.

Pero dicha reflexión debería aceptar que Trump no es un accidente del destino sino la progresión lógica de un partido que solo ha ido en dirección de mayor radicalismo. De hecho, fue en los ochenta cuando Reagan cultivó el apoyo de las comunidades evangélicas del sur, politizándolas e incorporándolas de manera orgánica como facción. Ello marcó el comienzo de las llamadas guerras culturales: los cuestionamientos a la separación de Iglesia y Estado, y la influencia de la fe en el proceso legislativo. El viejo sur de la segregación se hizo Republicano; Lincoln no podría creerlo.

Fue en los noventa que la revolución conservadora de Gingrich inició la costumbre de cerrar el gobierno ante desacuerdos en la apropiación presupuestaria, tradición continuada y acentuada por el Partido del Té en este siglo. Así, es un partido de extremos en lo cultural y fiscal, y ahora también lo es en política migratoria, no importa cuanto Trump intente desdecirse en la última semana.

Es el partido campeón de la retórica anti-Washington, mientras son los mayores beneficiarios de las reglas que permiten a los distritos reconfigurados enviar diputados de por vida; a Washington, dónde más. La Cámara de Representantes de Estados Unidos tiene tasas de retención de escaño de más de 90 por ciento, solo comparables a China y Cuba.

Por su propia integridad y viabilidad, el Partido Republicano debe abandonar a Trump, volver a Lincoln y reconstruirlo como lo que era: un partido de centro-derecha, pragmático y anti-racista. La derrota es condición necesaria para esa reconstrucción, necesaria para la estabilidad de un sistema político que se ha hecho disfuncional. Como Chauncey Gardiner, deberían meter los pies en el agua, y en el barro de la autocrítica, y caminar en otra dirección.

Twitter: @hectorschamis

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