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Tribuna
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Que el alcalde es un llorón (CAM, Cali)

Los opositores acusan al alcalde de Cali de ser demasiado emocional para su cargo

Ricardo Silva Romero

Enciendo la pequeña radio de la casa cuando están diciendo en la emisora La W que el alcalde de Cali es un llorón: “De golpe se me salen las lágrimas pero eso es normal…”; “cuando la gente dice mentiras a mí me da rabia…”; “si eso es estar loco pues entonces estoy loco, pero yo creo que es sano llorar en este país: a este país le hace falta gente que lo llore…”, se defiende el alcalde Maurice Armitage –con el acento leve de su región– de los opositores que lo acusan de ser demasiado emocional para su cargo, de “ser un tipo que se comporta muy raro” que debería pedirle a un médico un certificado de su sanidad, de gobernar histérico “a punta de gritos, de disparates”. Y sí, Armitage llora cuando es testigo de escenas de la desigualdad o cuando se da la violencia bajo su guardia, pero visto desde aquí no parece un demente.

No es un político: eso sí. O sea que de vez en cuando dice lo que piensa. Y desde hace ocho meses, cuando asumió la alcaldía de la ciudad en la que nació, está quitándoles el puesto a tantos zánganos que pretenden vivir de su “voluntad de servicio”. Armitage, de 71 años, es un irrepetible empresario caleño –en las últimas tres décadas sacó adelante una siderúrgica, un ingenio azucarero y una cementera– que para comprometer a sus empleados con sus trabajos reparte las ganancias entre ellos: “desde el gerente hasta el portero”. En 2002 fue secuestrado en bahía Málaga por el frente 57 de las Farc. En 2008 fue raptado en Jamundí por delincuentes que pretendían venderlo a la guerrilla. Pero él no sólo respondió a semejantes reveses dedicándose al trabajo social en la ladera de Cali, sino perdonando a los victimarios porque le parecieron las víctimas.

Pagó tanto los honorarios del abogado defensor como el arriendo del apartamento de su último secuestrador “porque si no perdonamos este va a seguir siendo un país violento”. Y su historia sobre sacarse de encima el pasado, y no graduar a nadie de enemigo, se fue propagando como una rareza en un país irremediable.

El año pasado les ganó la alcaldía a los políticos de siempre convertido en un ejemplo a imitar: un empresario justo que cree en la reconciliación. Pero desde que asumió su lugar, en enero de este asfixiante 2016, ha dejado de ser el millonario inusual que ha sido capaz de la justicia social, ha dejado de ser el viejo que nos recordó en el momento preciso que hasta en Colombia puede hacerse política decente, para convertirse –en boca de los expertos en aterrorizar electores– en el alcalde demasiado raro que tiene a Cali en la incertidumbre: el viernes pasado, en la radio, un enardecido opositor de su gestión acusó al comportamiento “anormal” de Armitage de estar empujando al precipicio a aquella ciudad de 480 años que en los últimos veinte ha dado tres alcaldes destituidos por corrupción, ni más ni menos.

El CAM, el Centro Administrativo Municipal rodeado de ceibas, ha visto peores épocas, peores líderes en el medio siglo que lleva en pie, pero el viernes en la W el opositor que les digo repetía como un poseso que el que está loco es el alcalde de lágrima fácil que está empeñado en probarle al país desde su ciudad que ser justo es ser eficiente, que ser pacífico es ser práctico. De acuerdo: es un peligro dejar la política en manos de quienes desprecian la política, es un peligro votar por un mesías que venga a absolvernos por el país que hemos cometido, pero el alcalde Armitage no es el caso. No es claro aún qué dejará su mandato. Pero sí que a semanas del plebiscito por la paz, “SI o NO”, no sobra un líder compasivo que tenga claro que ese NO significa más guerra: a Colombia le han estado haciendo falta colombianos con sentido común que de vez en cuando la lloren.

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