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España: isla de decencia y sensatez

Comparada con la campaña de EE UU o la del ‘Brexit’, el clima político español respira tolerancia

Rajoy, durante una rueda de prensa la semana pasada.
Rajoy, durante una rueda de prensa la semana pasada.ULY MARTIN

“Si puedes conservar la cabeza mientras todos a tu alrededor la pierden”.

Rudyard Kipling, poeta inglés

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Spain: an island of decency and good sense

¿Quiénes se creen los españoles? Tan vanidosos ellos, jactándose de lo malos que son sus políticos, creyéndose los dueños de la mediocridad. ¿No se dan cuenta de que en el deporte del populismo barato, la irresponsabilidad, y la estupidez sencillamente no compiten a nivel internacional? ¿Que los viejos complejos respecto no solo a Estados Unidos e Inglaterra sino al resto de Europa ya no tienen razón de ser?

Ha llegado la hora de cambiar el chip. Desde el plebiscidio británico o, como también es conocido, el referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea, he viajado tres veces de Londres a España. Siempre tengo la misma conversación. “Qué pena el resultado del referéndum, qué locura, pero, claro, aquí somos peores, aquí nuestros políticos…, ya sabes”, me dicen los nativos. “¿Qué?”, les respondo. “¿No se dan cuenta de que comparado con lo que vemos hoy en la campaña electoral estadounidense, con lo que vimos en la campaña por el Brexit, con la demagogia que tanto cala en las poblaciones de Francia, Alemania, Holanda, Austria, el clima político que se vive en España respira tolerancia, respeto, civilización, seriedad? ¡Por favor!”.

Concedo, eso sí, que la política española es un aburrimiento —El Día de la Marmota, sin la gracia de la película—. Pero el aburrimiento es una virtud cuando uno ve la histeria colectiva a la que sucumben los seguidores del posible futuro presidente de Estados Unidos, Donald Trump, o a la que sucumbieron los de su primo político inglés, el eurófobo Nigel Farage (aunque, para ser justos, Farage viajó a la coronación de Trump en la convención republicana de Cleveland y confesó que por primera vez en su vida se sentía “de izquierdas”).

También es verdad que el ganador de las dos elecciones generales celebradas en los últimos meses (y el casi seguro ganador en caso de una tercera) es un partido notoriamente corrupto. Pero que tampoco se crean los españoles tan especiales en este terreno, o que su sistema favorezca la impunidad tanto como muchos quieren creer. En España, la hermana del Rey ha tenido que responder ante un tribunal a acusaciones de delitos fiscales. En Inglaterra, el príncipe Andrés, hijo de la reina, ha estado implicado en toda clase de abusos de poder y tráfico de influencias, de negocios turbios con regímenes dictatoriales como el de Kazajistán, pero a nadie se le ha ocurrido que ofrezca explicaciones ante un juez.

Sí, es verdad que aquí hay tema de discusión, pero lo más relevante hoy es lo siguiente: las campañas electorales en España han exhibido un nivel de madurez y sobriedad que la mayoría de los países del mundo, pero especialmente Estados Unidos, deberían envidiar. Los debates entre los candidatos, por ejemplo, no se han caracterizado por los insultos personales o las mentiras sino, en general, por la disección de las diferentes políticas de cada uno de ellos, casi siempre apegada a datos no muy alejados de la realidad.

En Estados Unidos en particular, los datos están perdiendo fuerza en la conversación política. Barack Obama demostró que está viviendo en el pasado cuando se quejó de que el discurso que dio Trump tras aceptar su nominación a la candidatura presidencial no se basaba en los hechos. Es verdad que la imagen que presentó Trump de un país hundido en la violencia criminal no corresponde a la realidad objetiva; es verdad que las cifras de crímenes han bajado desde que Obama llegó a la presidencia; es verdad que el número de homicidios en Nueva York en 2015 fue de 352 y en 1990 fue de 2.245, proporcional caída que refleja la tendencia nacional en este período. Pero da igual. Trump apela únicamente a las sensaciones y a los prejuicios. El sector del electorado que ve en Trump un redentor es inmune a la mentira, igual que lo fue la mayoría inglesa que votó por el Brexit.

Trump dice: construyamos un muro, neguemos la entrada a los musulmanes, reneguemos de la OTAN, confiemos más en Vladímir Putin que en Hillary Clinton, depositen su fe en mí y Estados Unidos volverá a ser un país sano y próspero. No son políticas viables; son impulsos infantiles. El fenómeno Trump es un culto a la personalidad. Los que ven en Trump un héroe no son sensibles a la razón; del mismo modo que cuando uno se enamora locamente de alguien se ciega ante sus defectos.

Se dice a veces que existe también un culto a la personalidad alrededor de Pablo Iglesias. Pero, primero, el líder de Podemos no ha llegado ni de cerca a cautivar a la mitad del electorado nacional, como Trump; y, segundo, sería absurdo compararle con un hipernarcisista magnate que se postula como defensor de los marginados. Iglesias es inteligente y culto; propone políticas debatibles, no basadas en una visión alucinógena del mundo; y habla como un adulto, en frases completas, generalmente no en la primera persona del singular. Se tacha a Iglesias de populista pero es el colmo de la sensatez, la mesura, el pragmatismo y la racionalidad comparado con el hombre que de aquí a seis meses podría tener el control del arsenal nuclear más temible de la tierra.

También lo es Mariano Rajoy al lado de Trump. Se le puede acusar de cualquier cosa al presidente del Gobierno en funciones y líder del Partido Popular, pero no de populismo. Es el antidemagogo. Hace poco y no dice nada. La izquierda española lo detesta pero no es un Trump, o un Farage, o una Marine Le Pen, la líder del partido ultraderechista francés, el Frente Nacional. Hasta los votantes de Podemos votarían por Rajoy antes que a esos tres.

Lo cual nos lleva al argumento más irrefutable en contra de aquellos españoles que insisten en la excepcional mediocridad de su clase política: ninguno de los cuatro partidos políticos más importantes de España ha apelado al racismo o la xenofobia para conquistar votos. Las condiciones han existido para que tal partido surgiera. Ha habido mucha rabia, mucha inmigración y mucho desempleo. Pero, a diferencia de lo que vemos en el resto del mundo rico occidental, nada de eso hay en España, una isla de decencia rodeada de un mar de mezquindad. No se puede repetir demasiadas veces lo admirable que es esto, lo que dice de la singularidad de los políticos españoles y, ante todo, de la generosidad de los ciudadanos que representan. Por más que insistan en no ser generosos consigo mismos.

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