Donde rebotan los sueños
El muro que separa a México de EE UU no se alza como un obstáculo, sino como un agravio
Estuve en domingo en Playas de Tijuana, donde el muro metálico que separa a México de EE UU se hunde en el mar. En esa región de olas altas sería aconsejable tener salvavidas, pero la función de la vigilancia es otra. A través de una reja se ve lo que ocurre más allá de la frontera: una camioneta de la border patrol custodia el horizonte, dispuesta a arrestar a quien cruce nadando. Del lado mexicano, la barda ha sido pintada en muchos colores. Un grafiti dice: “Aquí es donde rebotan los sueños”.
Los domingos las familias tienden manteles sobre la arena para compartir bebidas y comida mientras aguardan a los parientes que se acerquen a verlos desde el “otro lado”.
Las citas con los seres queridos se celebran con una reja de por medio. El afecto se transmite a través de huecos: un anciano que parece llevar mucho tiempo en California enrolla billetes de dólares para pasárselos a familiares que lo recompensan con música norteña (un intérprete de sombrero toca el bajo sexto y otro el acordeón); una novia en traje de fiesta se protege del sol con una sombrilla y habla en voz baja con el novio que ha llegado a visitarla; un hombre disfruta la cerveza que le ofrecen desde el lado mexicano (no puede tomar del vaso, pero sí del popote que cabe en la reja).
La música alude a la adolorida saga de los migrantes, a la tristeza de irse y a la dificultad de volver. A contrapelo de esas canciones, los adultos comparten anécdotas que desembocan en carcajadas y los niños patean una pelota, usando el muro de portería, o juegan con perros callejeros expertos en recuperar piedras y ramas lanzadas al mar.
La reja es sostenida por pilares que intergran murales de dos caras. De lado derecho ofrecen una figura, del izquierdo otra. Al caminar rumbo a la playa, en una sección de la reja, los cantos despliegan una mariposa; al caminar en sentido contrario, despliegan la bandera de EE UU.
Un letrero advierte que hay filos cortantes bajo el agua. Más allá, en territorio extranjero, se alza una torre en la que se advierte la inescrutable tecnología de las cámaras, los sensores y los radares. Una costa vigilada donde sólo los peces circulan sin visa.
Las planchas de metal oxidado que forman el muro provienen de desechos de guerra. Fueron usadas durante la Operación Tormenta del Desierto y se reciclaron como una instalación para separar a México de EE UU, o para tratar de separarlo. La reunión de domingo demuestra que son muchos los que han cruzado. El muro no se alza como un obstáculo insalvable sino como un agravio, un símbolo punitivo de los peligros y los castigos que se ciernen sobre quienes buscan la tierra prometida sin documentos en regla. A unos cuantos kilómetros hay trabajos disponibles, pero los protocolos de migración son extraños: hay que superar un safari para llegar a ellos.
Todo es absurdo en ese sitio, comenzando por la paradoja de usar el día libre para encontrarse entre rejas. Sin embargo, el ambiente no es opresivo. A contrapelo del mensaje carcelario del muro, se cumple un domingo feliz en Tijuana. Las lágrimas de emoción, las caricias a través de las rejas y la sincronía de las risas tienen una condición rebelde. No deberían suceder, pero suceden. Lo más sorprendente no es el clima de amenaza, sino que incluso en esas condiciones la dicha sea posible.
En el suelo hay un mapa de México. Está muy cerca de donde se junta la gente, pero nadie lo pisa.
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