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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Guía turística (Bronx, Bogotá)

El turista aceptará que no es lo usual que hasta hace unos días se descuartizara tan cerca del palacio de gobierno

Ricardo Silva Romero

Esta es la calle 10 con la carrera 15: aquí hubo una pesadilla, aquí, en las cavernas infernales de “el Bronx”, hubo durante diecisiete años una guardia asesina que escupía a los policías honestos y pagaba 100.000 al día a los corruptos; hubo habitaciones para descuartizar, para picar, para deshacer con ácido cadáveres sin cabeza; hubo cuartos fétidos en donde se grababan escenas de pornografía infantil; hubo niños que se prostituían por 10.000 pesos en cualquier rincón de cualquier casa arruinada; hubo pasillos y recovecos en donde se llevaban a cabo orgías con animales; hubo ventas de todas las drogas que pueda usted imaginarse, bazuco, popper; hubo celdas para drogadictos secuestrados hasta que sus familias acomodadas pagaran los 5.000.000 del rescate; hubo desaparecidos, torturados, hombres pudriéndose junto a caletas y crematorios llenos de excrementos, y 111 perros y gatos muriéndose de miedo.

Pero en la madrugada del sábado 28 de mayo miles de agentes especiales de la policía llevaron a cabo una valerosa operación de recuperación de la zona para dejar en claro, según dijo un comandante, “que no habrá más zonas vedadas en el país”. Y es así como “el Bronx”, que en 1999 recibió todos los males de otra calle reconquistada, es hoy un rincón fantasma de Bogotá: lo que queda luego del horror. Y muchos desposeídos fueron rescatados por poco de una muerte deshonrosa. Y dónde estuvieron los presidentes, los alcaldes, los agentes, los bogotanos de estos diecisiete años, mientras este par de calles se volvían una pintura de lo que puede hacer el hombre cuando no tiene nada que perder, ni nadie que lo mire, ni nada que le recuerde su humanidad.

Esta –dos cuadras al norte, cuatro cuadras al oriente– es la calle 12 con la carrera 11: una vieja plaza comercial bogotana, San Victorino, de tiempos de monarcas y de revoltosos y de criollos que miraban a los indios de reojo, recorrida por el embajador de la China este jueves 2 de junio (“¡compre el Bronx!”, le gritan los enfurecidos comerciantes de la plaza) para solidarizarse con tantos paisanos suyos que han sido acusados de “competencia desleal” por pagar arriendos más caros, pero ponerles a sus productos chinos precios mucho más baratos. Y esta –una cuadra al Sur, cuatro cuadras al Oriente– es la calle 11 con la carrera 7ª: la Plaza de Bolívar. Allí, en la madrugada del domingo 5, 6.132 colombianos se desnudaron para el fotógrafo Spencer Tunick: a la líder LGTB Elizabeth Castillo, que participó en la foto, la instalación le recordó “lo iguales que somos”, “lo cálidos que podríamos ser”.

Y allá al fondo –cuatro cuadras al Sur, pero a unos pasos de “el Bronx”, de San Victorino y de la Plaza de Bolívar– está la residencia oficial del Presidente de la República de Colombia: la Casa de Nariño. Donde –desde hace ya tantos gobiernos– se ha dejado para mañana aquello de recobrar “zonas vedadas”, se ha soñado, pero aún nadie despierta, con un país en el que por ejemplo sea impensable una “casa de pique”, y el infierno no exista, y se ha impuesto una economía inmisericorde como una cadena alimenticia. Habría que reconocerle a este Gobierno su vocación a respetar los llamados a la equidad, del matrimonio igualitario al aborto, y su empeño en hacer una paz que reconozca que esta guerra tan larga no ha sido ni “porque sí”, ni sólo porque aquí estamos enfermos. Pero no hay tiempo para ello acá en Colombia.

El turista aceptará que no es lo usual que hasta hace unos días se descuartizara tan cerca del palacio de gobierno, pero dirá que tampoco es lo normal que un país en guerra se la juegue toda por las causas progresistas. El turista verá señales para la esperanza, sí. Y el guía le dirá “quién lo creyera”.

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