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Las ‘invisibles’ reglas clasistas para los empleados de un club de Río

El exclusivo Country Club prohíbe a sus empleados usar los baños de los socios. Una niñera cuenta su día a día entre la élite carioca

María Martín
Una niñera en un club de Río de Janeiro.
Una niñera en un club de Río de Janeiro.Domingos Peixoto (Agencia O Globo)

Gabriela* es la niñera de dos pequeños de tres años y todavía no sabe cómo explicarles que los pufs donde se sientan a ver la televisión en el club privado más exclusivo de Río de Janeiro no son para que ella se siente. No hay ninguna placa que les prohíba a las empleadas usar los banquitos acolchados, de colores; pero ellas lo saben y cuentan que las “reglas invisibles” que garantizan el orden en el Country Club de Ipanema tienen una función fundamental: “Mantener a cada uno en su sitio”.

“El problema para mí no es sentarme en el suelo, no. Para mí es complicado porque los niños suelen dormirse en mi regazo mientras ven la televisión. Entonces, como no puedo sentarme, tengo que hacer que se duerman antes en otro lugar, y luego los pongo en los almohadones”, describe Gabriela. Aunque a ella nunca la aceptarían entre los 850 nobles socios del Country Club, pues no podría pagar los 1.200 reales (333 dólares) que cuesta la mensualidad, se pasa días enteros en el lugar, con los niños, desde hace dos años. Incluso el jueves pasado, festivo en Brasil, cuando sus patrones se quedaron en casa.

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La rutina invisible de las decenas de niñeras que frecuentan el Country Club, un lugar inspirado en las aristocráticas agremiaciones de los caballeros de Inglaterra, no le importaría a nadie si no fuese por la expulsión de una de ellas, el sábado pasado, día 20, de uno de los baños del lugar. La niñera en cuestión estaba allí ayudando a duchar a las tres hijas (de 5, 7 y 10 años) de uno de los socios. El caso fue expuesto en la columna de Ancelmo Gois, de O Globo, y generó una polémica monumental. Mientras el mundo del siglo XXI discute la creación de baños para transexuales, en el Río del siglo XIX las niñeras de los herederos de los apellidos más nobles de la ciudad no pueden mezclarse con sus patronas. Es la norma de la casa, el baño es “exclusivo para las socias, que dejan allí sus pertenencias allí”, justificó el club.

Para ellas, vestidas de blanco de pies a cabeza, está el “baño de los niños de hasta 10 años”, pues no hay un lugar específico para las empleadas. “No tenemos mucho tiempo de ir al baño; pero, en algún momento de urgencia, varias niñeras acaban por usar los baños restringidos. Esto no debería ser un problema”, opina Gabriela. “Nunca me lo han impedido; pero sabemos que no podemos y lo respetamos. Hay hasta quien aguanta [las ganas de ir al baño]”. Alertada, la Fiscalía del Trabajo ha abierto una investigación para averiguar si el club puede ser acusado de discriminación.

No es la primera vez que las niñeras del Country Club, donde la compra del título de socio depende de un estricto proceso de selección y el desembolso asciende a cerca de 400.000 reales (111.231 dólares), se sienten discriminadas. “Esa historia del baño ya viene de hace mucho tiempo, pero nadie quiso quejarse. Trabajamos, corremos detrás del niño, le damos de comer, le damos sus medicamentos, lo vestimos, lo lavamos, lo dormimos... Es triste, pero no tenemos tiempo ni para sentirnos ofendidas. Tengo cuentas que pagar", dice la niñera que habló con El PAÍS.

Gabriela tiene 29 años y se dedica al cuidado de los niños de otras personas desde los 15. Duerme en el piso de sus patrones y suele volver a su casa, a dos horas de distancia en autobús, de 15 a 15 días, pues trabaja los festivos y algunos fines de semana. Gabriela tiene una hija de siete años y un hijo de tres, que, en su ausencia como madre, son criados por su abuela. Ella recibe oficialmente 1.200 reales (333 dólares), más otros 1.800 (500 dólares) que sus jefes le pagan en negro. Cuenta con una paga extra a final de año y con las extras de vacaciones. Simpatiza con sus patrones, se siente bien tratada; pero se queja de que muchos de los socios del club no le dan ni los buenos días. “Somos invisibles, ¿sabes? Nos tratan con una indiferencia enorme. Solo sentimos gratitud por parte de los niños”, se lamenta. La madre, la tía y la abuela de Gabriela, todas ellas niñeras en familias ricas, le advirtieron, después del incidente del baño: “Ya fue mucho peor. Hoy en día está de maravilla”.

“Las niñeras son nuestras amigas. La misma niñera que cuidó a mi hijo cuida hoy a mi nieto”, dice una socia veterana del club, que no quiere identificarse. “Pero aquí tiene que haber un orden”. Ese orden parece que se rompe cuando algunas niñeras hacen “cosas absurdas”. Entre ellas, no tirar de la cadena después de hacer pis, dejar la tapa del wáter abierta o dar un grito al perder la paciencia con los niños. Otras, incluso, cuenta la señora, piden “la mejor comida”, diciendo que es para los niños; pero son ellas quienes se la acaban comiendo. “La prohibición de entrar en el baño no es para humillarlas, es por el orden, para que no se convierta en un desastre. Algunas niñeras no tienen la educación”, explica la socia.

Gabriela responde: “¿Está sucio? Mira, no lo estoy justificando, pero entre tirar de la cadena y ver a los niños correr y tener que salir a toda prisa para alcanzarlos, prefiero salir a toda prisa”. “Si ese es el problema, ¿por qué, en vez de poner letreros en el baño diciendo que la niñera no puede entrar, no ponen otro letrero pidiendo que tiren de la cadena?”, pregunta.

El tono combativo -pero resignado- de Gabriela se rompe de una vez al final de la conversación, tras preguntarle por el tiempo que pasa con sus hijos, lejos de las piscinas y de las canchas de tenis. Llora. “Me perdí el cumpleaños de mi hijo. Era el Día de la Madre, y yo estaba aquí, en el club. Trabajando”.

* Se ha cambiado el nombre a petición de la interesada

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.

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